En Estados Unidos y España, la carrera de Medicina es relativamente corta y los cursos están organizados de manera secuencial y pragmática.
Una vez graduado, el médico no ejerce la profesión sino que ingresa a un sistema de posgrado o residencia médica que comienza por el internado (el primer año) y termina con el grado académico de especialista, en especial, de médico familiar.
La mayoría de las consultas médicas en la comunidad son resueltas sin necesidad de mayor complejidad y el grupo más demandante es el de los pacientes con padecimientos crónicos como diabetes, hipertensión arterial, cardiopatías o secuelas motoras o mentales.
Los casos se manejan en forma de “clínicas”, donde el personal de salud, en días fijos de la semana, educa, orienta y contesta preguntas sobre medicamentos u otras situaciones menores que habitualmente surgen.
El equipo se encarga también de exámenes básicos de laboratorio y mediciones “rutinarias”, como estado nutricional, peso, y presión arterial.
En esos países, existe un profesional asistente médico, quien hace una aproximación clínica básica del paciente, confecciona recetas y puede sugerir modificaciones menores en el tratamiento.
También recae en profesionales de enfermería, con estudios de posgrado en áreas focalizadas.
Por tanto, los pacientes que atiende el médico familiar son los agudos (nuevos) o los pacientes crónicos que sufren una recaída; y solo refiere a centros hospitalarios los casos más complejos que, afortunadamente, son los menos.
Programa sobrecargado. En Latinoamérica, el estudiante de Medicina debe lidiar con programas extensos o sobrecargados, hacer un internado rotatorio en el último año de sus estudios y, apenas egresado, comienza a ejercer la medicina en una comunidad.
Además de consultas médicas, el novel profesional tiene que hacer labores de educación y atender dudas y eventualidades, menores pero frecuentes, de los pacientes crónicos.
Dado que no cuenta con suficiente capacitación, ni experiencia, ni tiempo para ello, se ve en la necesidad de referir a la mayoría de estos pacientes a centros hospitalarios.
Los hospitales colapsan, en especial, los servicios de urgencias, donde la mayoría son también médicos generales, cuya capacidad de resolución, aun contando con recursos hospitalarios, es limitada.
En lugar de referir a la mayor parte de los consultantes a su comunidad, los envían con un especialista, quien, por supuesto, tampoco puede atender a tanta gente, menos aún para comenzar por la labor educativa y la atención de preguntas y modificaciones menores en los tratamientos que habitualmente requieren los pacientes crónicos.
Si se agregan las falencias existentes en la formación de médicos especialistas, las graves carencias logísticas que sufren los hospitales y la inexistencia de incentivos para laborar más allá del “perfil del profesional”, de la “carga laboral predeterminada”, el resultado es conocido.
El modelo de consultas médicas especializadas para todo tipo de necesidades, desde una explicación educativa hasta un cambio menor en un tratamiento, es obsoleto, costoso e ineficiente.
La solución no depende de invertir nuevos recursos, pero está sujeta a prejuicios, conveniencias y a la voluntad política de quienes dirigen los servicios de salud.
Debe brindarse capacitación continua a los médicos generales, idealmente antes de graduarse (responsabilidad que recae en las universidades e instituciones estatales que deberían ejercer la regulación).
Después de graduarse, las autoridades y los médicos generales tampoco saben qué significa realmente capacitación; muchos de ellos piensan que es asistir a conferencias.
Actores fundamentales. En las comunidades, deben crearse las clínicas de hipertensión, clínicas de pacientes con secuelas o dolor crónico y clínicas de diabetes, entre otras.
Además de brindar educación a la población, el personal entrenado puede solucionar la mayoría de las consultas y necesidades menores que surgen en los grupos comunitarios, y para esto no es necesaria la participación de un especialista.
El especialista desempeña un papel educativo para el personal y de asesoría permanente, debidamente interconectado.
Los profesionales en enfermería pueden hacer mucho más, como en los países desarrollados, pero es necesario un mayor involucramiento y que adquieran destrezas.
Los servicios de urgencias también requieren programas de capacitación orientados, sobre todo, a resolver las condiciones más frecuentes de mediana complejidad y así podrán referir al paciente a su clínica y no a un servicio especializado.
La formación de los médicos especialistas y sus prácticas deben mejorar mediante la instauración de protocolos, clínicas especializadas (del dolor, de heridas, de pie diabético, de insuficiencia cardíaca) y jerarquías académicas –no políticas– dentro de los hospitales para que estos realmente puedan, algún día, denominarse “hospitales universitarios”.
Y, desde luego, la población debe tomar consciencia del uso y abuso de los servicios de salud, lo cual incluye múltiples consultas, subsidios e incapacidades laborales.
La mayor parte de la solución es de naturaleza educativa y organizacional, no financiera, y es imposible ser llevada a cabo por funcionarios que ocupan puestos “de confianza”.