CRACOVIA – Mejorar la eficiencia energética es una política de moda que promueven los gobiernos en todo el mundo. En los papeles, parece algo obvio: mejorar la eficiencia energética se vende como una medida que reduce costos, genera empleos y salva al planeta. Se gana por todos lados –y los medios suelen aportar su granito de arena al centrarse enteramente en todos los supuestos beneficios–. Pero la historia tiene otra cara, y es negativa.
Después de invertir 240 millones de libras (316 millones de dólares), el Reino Unido puso fin el año pasado al financiamiento oficial de su programa insignia de préstamos para la eficiencia energética, después de que un informe mordaz de la Oficina Nacional de Auditoría revelara que el programa no convencía a la gente de suscribirlo ni ofrecía medidas costo-efectivas de ahorro de energía para quienes sí lo hacían. La política “no persuadió a los dueños de los hogares de que valía la pena pagar por las medidas de eficiencia energética”, según los auditores, y “no ofreció ningún beneficio significativo”.
Y una política de eficiencia energética muy promocionada en California pareció mucho menos espectacular cuando el economista ambiental Arik Levinson –execonomista sénior para cuestiones ambientales del Consejo de Asesores Económicos bajo la presidencia de Barack Obama– la analizó más de cerca. Cuando se lanzaron los estándares de eficiencia, la Comisión de Energía de California proyectó que los hogares construidos según esas normas utilizarían un 80% menos de energía, un logro excepcional.
Pero esto nunca sucedió. No existen evidencias, concluyó Levinson, de que los hogares construidos desde que California instituyó sus códigos de energía para la construcción utilicen menos electricidad hoy que los hogares construidos antes de que entraran en vigor esos códigos.
Una razón es el efecto “rebote”. Mejorar la eficiencia energética en realidad puede llevar a un mayor consumo de energía. A medida que nuestros autos, aviones, edificios y electrodomésticos se vuelven más eficientes, seguimos encontrando maneras novedosas y creativas de consumir energía. Consideremos la tecnología a nuestro alrededor, en este momento. En el mundo desarrollado, estamos rodeados de todo tipo de objetos tecnológicos (iPads, licuadoras, robots automáticos que hacen las veces de aspiradoras) que nuestros padres ni tenían ni habrían imaginado que alguna vez necesitarían.
Quienes están a favor sugieren que hay una “brecha de eficiencia energética” significativa: los gobiernos y las empresas han ignorado y eludido inversiones que podrían reducir significativamente el consumo de energía a bajo costo. En verdad, existe escasa evidencia de que la gente se esté comportando de manera tan irracional, o de una brecha significativa.
Las verdaderas mejoras en materia de eficiencia energética pueden ser muy costosas. En una evaluación para el Centro de Consenso de Copenhague, el grupo de expertos que dirijo, investigadores examinaron el costo del objetivo de las Naciones Unidas de “duplicar la tasa global de mejora de la eficiencia energética” para el 2030. Este es uno de los 169 nuevos objetivos que determinarán la manera en que se gaste el dinero destinado al desarrollo en los próximos 15 años.
Las inversiones actuales en suministro de energía ascienden a más de 1,6 billones de dólares anualmente, mientras que 130.000 millones de dólares están destinados a la eficiencia energética y 250.000 millones de dólares, a renovables. La Agencia Internacional de Energía espera que el total ascienda a dos billones de dólares en el 2035, con un incremento del gasto en eficiencia energética que llegaría a 550.000 millones de dólares. Sin embargo, los investigadores determinaron que costaría 3,2 billones de dólares lograr el objetivo de duplicar la tasa de mejora de la eficiencia energética.
Por supuesto, esto arrojaría beneficios: se ahorrarían 3 billones de dólares al evitar la necesidad de más inversión en infraestructura, los beneficios para la industria y los consumidores rondarían los 500.000 millones de dólares y se reducirían las emisiones de CO2 por un valor de entre 25.000 millones y 250.000 millones de dólares anualmente para el 2030. De manera que, en total, los beneficios superarían en 2,3 o 4 veces el costo. El dato suena bastante impresionante, hasta que uno compara este resultado con otra estrategia frente a la energía.
Reconozcamos, ante todo, que todavía estamos muy lejos de poner fin a nuestra dependencia de los combustibles fósiles. De manera que, si somos serios cuando hablamos de ocuparnos del cambio climático, necesitamos desarrollar tecnología verde al punto que sea más barata que el petróleo, el gas o el carbón.
Como sucede con los argumentos sobre una “brecha” de eficiencia energética, algunos dicen que la energía verde ya es más económica y que lo único que falta es voluntad política. Pero no es así. La energía verde cuesta 168.000 millones de dólares en subsidios cada año y, para el 2040, en realidad estaremos pagando incluso más: 206.000 millones de dólares por año. Y, aun con estos subsidios masivos, apenas el 2,4% de nuestra energía provendrá de fuentes verdes en el 2040, según una estimación de la Agencia Internacional de Energía.
La manera de hacer que la energía renovable resulte competitiva es logrando que su precio baje. Necesitamos un incremento drástico de la financiación para investigación y desarrollo, para que las próximas generaciones de energía eólica, solar y de biomasa sean más económicas y más efectivas.
Nuestra investigación revela que si estuviéramos dispuestos a dedicar apenas el 0,2% del PIB global a investigación y desarrollo de energía verde, podríamos aumentar drásticamente las posibilidades de un avance. El objetivo más inteligente de las Naciones Unidas entonces sería “duplicar la investigación, el desarrollo y la demostración (ID+D) en tecnologías energéticas”. Esto tendría beneficios 11 veces superiores al dinero invertido.
Esta estrategia sería mucho más eficaz que los subsidios ineficientes, o que centrarse en mejoras de eficiencia incrementales. Un plan liderado por la tecnología se centraría no solo en la energía solar y eólica, sino también en una amplia variedad de otras tecnologías de energías alternativas.
Esto no quiere decir que debamos ignorar las oportunidades para hacer que la energía sea más eficiente, o que debamos invertir exclusivamente en ID+D a costa de mejoras de la grilla actual. Pero deberíamos ser mucho más escépticos respecto de las políticas que dicen tener solo implicancias positivas para la gente y el planeta.
Bjørn Lomborg es director del Centro de Consenso de Copenhague y profesor visitante de la Escuela de Negocios de Copenhague. © Project Syndicate 1995–2016