MADRID – Las ayudas internacionales al desarrollo se basan en el principio de Robin Hood: quitarle al rico para darle al pobre. Es así como agencias nacionales de desarrollo, organismos multilaterales y ONG transfieren más de 135.000 millones de dólares al año de los países ricos a los pobres.
Un nombre más formal del principio de Robin Hood es “prioritarismo cosmopolita”, una regla ética según la cual debemos valorar del mismo modo a cada persona del mundo, sin importar dónde viva, y luego concentrar la ayuda donde sea más útil, dando prioridad a los que tienen menos sobre los que tienen más. Esta filosofía es el principio rector (implícito o explícito) de los programas de ayuda humanitaria, sanitaria y al desarrollo económico.
A primera vista, el prioritarismo cosmopolita parece razonable. En los países pobres, la gente tiene necesidades más apremiantes y los precios son mucho más bajos, de modo que un dólar o un euro es dos o tres veces más eficaz allí que en los países donantes. Gastar dinero en casa no solo es más costoso, sino que además el gasto beneficia a quienes ya están en buena situación (al menos en comparación con otros países), así que no hace tanto bien.
Llevo muchos años pensando en la pobreza mundial y tratando de medirla, y este principio siempre me pareció básicamente correcto. Pero últimamente no estoy tan seguro, ya que hay problemas fácticos y éticos.
Es indudable que se han hecho enormes avances en la reducción de la pobreza mundial (más por el crecimiento y la globalización que por las ayudas externas). En los últimos 40 años, la cantidad de pobres se redujo de más de dos mil millones de personas a un poco menos de mil millones; una hazaña destacable, dado el aumento de la población mundial y la desaceleración persistente del crecimiento económico global, sobre todo desde el 2008.
Pero esta reducción de la pobreza, impresionante y totalmente bienvenida, no estuvo exenta de costos. La globalización que rescató a tanta gente en los países pobres perjudicó a alguna gente en los países ricos, conforme fábricas y empleos migraron a lugares donde la mano de obra es más barata. Esto parecía un precio éticamente aceptable, dado que los perdedores ya eran mucho más ricos (y sanos) que los ganadores.
Pero siempre hubo algo que no cerraba: los que emitimos esta clase de juicios no somos precisamente los más indicados para evaluar esos costos. Como muchos miembros de la academia y de la industria del desarrollo, yo pertenezco al grupo de los principales beneficiarios de la globalización: personas que ahora podemos vender nuestros servicios en mercados mucho más grandes y ricos que en el mejor sueño de nuestros padres.
La globalización no es tan espléndida para los que no solo no obtienen sus beneficios, sino que sufren sus efectos. Por ejemplo, sabemos hace rato que los estadounidenses con menos educación e ingresos casi no han tenido mejoras económicas en cuatro décadas, y que el extremo inferior del mercado laboral estadounidense puede ser un entorno brutal. ¿Cuánto perjuicio supone la globalización para esos estadounidenses? ¿Seguirán estando mucho mejor que los asiáticos que ahora trabajan en fábricas que antes estaban en Estados Unidos?
La mayoría sin duda está mejor, pero varios millones de estadounidenses (de ascendencia africana, europea o latinoamericana) hoy viven en hogares cuyo ingreso per cápita es menos de dos dólares diarios, básicamente la misma cifra que usa el Banco Mundial para definir el nivel de indigencia en la India o África. Hallar refugio con ese dinero en Estados Unidos es tan difícil que ser pobres con dos dólares al día allí es casi seguro mucho peor que en la India o África.
Además, esto supone una amenaza a la tan proclamada igualdad de oportunidades estadounidense. Las ciudades y los pueblos que perdieron sus fábricas a manos de la globalización también perdieron su base impositiva y tienen dificultades para mantener una educación de calidad (la vía de escape de la generación siguiente).
Las instituciones educativas de élite buscan alumnos entre los ricos para pagar las cuentas y cortejan a las minorías para reparar siglos de discriminación; pero esto fomenta el resentimiento de la clase trabajadora blanca, cuyos hijos no encuentran lugar en este maravilloso nuevo mundo.
Una investigación que hice con Anne Case revela más señales de malestar. Hemos documentado una creciente oleada de “muertes de desesperación” (por suicidio, abuso de alcohol o sobredosis accidental de drogas recetadas o ilegales) entre la población blanca de ascendencia europea. La tasa de mortalidad general en Estados Unidos fue superior en el 2015 respecto del 2014, y la expectativa de vida se redujo.
Se podrá discutir sobre el modo de medir el nivel material de vida, sobre si se exageran las estimaciones de inflación y se subestima el aumento de los niveles de vida, o si todas las escuelas serán realmente tan malas. Pero esas muertes son difíciles de explicar. Tal vez las necesidades más grandes no estén del otro lado del mundo después de todo.
La ciudadanía implica una serie de derechos y responsabilidades que no se comparten con personas de otros países. Pero la parte “cosmopolita” del principio ético pasa por alto las obligaciones especiales que tenemos hacia nuestros conciudadanos.
Podemos pensar esos derechos y obligaciones como una especie de contrato de seguro mutuo, por el que no toleramos ciertos tipos de desigualdad para nuestros conciudadanos y, confrontados a amenazas colectivas, tenemos cada uno de nosotros una responsabilidad de ayudar (y un derecho a esperar ayuda). Estas responsabilidades no invalidan ni anulan las que tenemos con quienes sufren en otras partes del mundo, pero sí implican que al basar nuestros juicios exclusivamente en necesidades materiales podemos estar olvidándonos de cuestiones importantes.
Cuando los ciudadanos creen que las élites se preocupan más por gente al otro lado del mar que por el vecino de al lado, el contrato mutuo se rompe, nos dividimos en facciones, y los que quedaron afuera empiezan a sentir malestar y decepción con una política que ya no hace nada por ellos. Aunque no estemos de acuerdo con los remedios que buscan, no deberíamos ignorar sus muy reales padecimientos, por el bien de ellos, y por el bien de todos.
Angus Deaton, premio Nobel de economía 2015, es profesor de Asuntos Internacionales y de Economía en la Escuela Woodrow Wilson y en el Departamento de Economía de la Universidad de Princeton. Su libro más reciente se titula “The Great Escape: Health, Wealth and the Origins of Inequality” (“El gran escape: salud, riqueza y los orígenes de la desigualdad”). © Project Syndicate 1995–2016