No recuerdo cuántas veces he escrito sobre Seymour Papert en estas y en otras muchas páginas. Siempre admirando su visión, su claridad de mente y profundamente agradecida por su legado. Siempre haciendo notar su rigurosa formación, su amplia experiencia internacional y la riqueza de sus propuestas.
Hoy quiero escribir de nuevo. Me mueven el dolor y el amor. Dolor por su reciente partida; amor por su persona, su mente y sus ideas.
A Seymour Papert, matemático considerado el primer epistemólogo poscomputacional, había que amarlo, a pesar de que él hacía lo posible para que no lo hicieras.
Era tan despistado, despeinado y olvidadizo como la mejor caricatura de un genio. Llegaba a tomar un avión al último minuto, pero sin pasaporte, y prefería no tener ni manejar carro, porque siempre, irremediablemente, olvidaba dónde lo había dejado parqueado.
Una vez estuvo viajando en un avión por horas, profundamente concentrado en algún engranaje matemático abstracto que lo fascinaba, antes de percatarse de que su esposa no estaba a su lado: ella había perdido el avión.
La incertidumbre, tan propia de nuestro tiempo, se personificó en Seymour. Que hubiese confirmado que asistiría a un congreso donde era el orador de fondo y el homenajeado, no era garantía de que se presentaría. Nunca se sabía.
Podría ser que, efectivamente, había olvidado la fecha o que de último momento decidiera aceptar otra invitación más atractiva. Sus ideas y su forma de expresarlas eran radicales. A veces asustaba. Pero él sabía que los cambios que necesitan los sistemas educativos y los abordajes sobre el aprendizaje o son radicales o no lo serán.
Ser extraordinario. Escucharlo era una experiencia sobrecogedora. Era evidente su conocimiento profundo y la riqueza de sus ideas, las cuales ilustraba siempre con parábolas.
Era un excelente cuentacuentista y te dejaba segura de que habías podido atisbar una mente extraordinaria, que habías comprendido algo y que quedaba todo por aprender.
Así era como cambiaba, para siempre, la mirada y la vida de las personas que quisimos prestarle atención y tratar de profundizar en sus ideas y propuestas.
Así fue como marcó la vida de miles de niños, niñas y jóvenes en diferentísimos países del mundo, quienes no lo conocieron, pero se acercaron a la posibilidad de ser creadores con la tecnología, en vez de simples consumidores.
Mentes abiertas. Lo leí desde mucho antes. Lo conocí en 1988 gracias al gobierno de Costa Rica y a la Fundación Omar Dengo (FOD), que decidieron poner en sus manos la introducción de las computadoras en la educación primaria pública en una decisión pionera, sin precedentes y arriesgada.
Durante uno de los primeros talleres en los que participé, él entró al laboratorio en el que aprendíamos sobre enfoque construccionista y a programar con LogoWriter. Se sentó en una mesa y nos pidió que nos aceráramos para conversar con él.
Nuestras mentes estaban abiertas y aprendíamos rápidamente porque era muy emocionante. Hicimos un semicírculo a su alrededor y comenzamos a conversar.
Poco a poco, él se fue inclinando hacia su izquierda, sosteniéndose primero con la mano, luego con el codo hasta que finalmente subió las piernas en la mesa y quedó totalmente horizontal.
La conversación sobre epistemología poscomputacional continuó fluidamente a pesar de que, al subir los pies en la mesa, pudimos ver que la suela de su zapato derecho tenía un enorme hueco que nos dejaba ver el color de sus medias, que, por supuesto, no combinaban con el pantalón.
Intérprete de sus ideas. La traducción de sus ideas y propuestas de un idioma a otro es un reto difícil. Intérpretes profesionales consideran sinónimos conceptos que no lo son. Por ejemplo, educar e instruir son opuestos, al igual que enseñar y aprender.
Un pequeño error en la traducción de un concepto clave podía desmerecer toda la propuesta de Papert. Por eso, y creo que por sugerencia del Dr. Alberto J. Cañas Collado, fundador de la FOD, me convertí en traductora “oficial” de Seymour, no solamente durante sus visitas a Costa Rica, sino en muchas actividades en América Latina donde nos encontramos.
Seymour y yo conversábamos mucho antes de las conferencias que yo iba a traducir. Me explicaba lo que iba a decir; luego, él lo decía y yo lo traducía.
Fue un cortejo sobre las ideas que me hicieron enamorarme de ellas irremediablemente, eternamente.
Nunca se repetía. Un día, lo esperábamos ansiosamente aproximadamente 400 personas en un congreso de docentes en la Fundación Omar Dengo. Él estaba desaparecido. Nadie podía encontrarlo.
Con 30 minutos de atraso, alguien dijo en un tono desesperado: “Pidámosle a Steve Ocko (investigador del equipo de Papert, con el pelo tan blanco y despeinado como el de él) que diga algunas ideas en inglés y que Eleonora diga en español algunas cosas que Seymour siempre dice”. Soltamos la carcajada: imposible, Seymour nunca se repetía.
Por lo menos la broma hizo que bajara la tensión y en ese momento apareció él corriendo, listo para dar una de las conferencias más brillantes que habíamos escuchado.
Hace diez años, en Vietnam, a Papert lo atropelló una bicicleta y quedó, por muchos meses en coma. Al despertar no reconoció su propia genialidad.
El gran matemático quedó sin capacidad de representación. Sus discípulos y discípulas creemos que fue feliz estos diez años.
El 31 de julio del 2016, a sus 88 años, partió, pero sus ideas visionarias, irreverentes, necesarias, permanecerán por siempre.
La autora es rectora de la Universidad Castro Carazo.