El solidarismo es quizá la más portentosa idea que Costa Rica ha dado al mundo. Su autor, un costarricense genial, Alberto Martén Chavarría, quien en 1948 fuera uno de los principales líderes del Ejército de Liberación Nacional. Si estuviese vivo y con su obra culminada (recordemos que más de 1.400 asociaciones solidaristas acumulan un capital cercano a los $6.000 millones), sin duda sería un fuerte aspirante al Premio Nobel de Economía.
Entre otros conceptos, el solidarismo es una fórmula económica para la organización social de los trabajadores. Como alternativa a la doctrina marxista de la lucha de clases, confirmó tanto los conceptos socialdemócratas como las tesis expuestas por la doctrina social de la Iglesia.
De hecho, el solidarismo es la organización obrera prevaleciente en las empresas privadas costarricenses, a diferencia de lo que sucedió en los Estados Unidos con los trade unions –sindicatos de las empresas privadas–, muchos de los cuales cayeron en manos de la mafia organizada.
Antecedentes. Es conocido que la consolidación de la Revolución Industrial transformó los métodos productivos introduciendo el maquinismo, lo que desde el punto de vista económico causó, paradójicamente, la disminución de la demanda. Esto por la caída del empleo, pese al aumento de la oferta de bienes producidos.
En esencia, se enriquecieron quienes aplicaron las novedosas técnicas de producción, al tiempo que se empobrecía la masa trabajadora, que al fin y al cabo era la consumidora.
El resultado de ello fue la existencia de un contrasentido: una superabundancia ruinosa. Una superproducción acumulada que no tenía salida en el mercado, pues los consumidores desempleados no tenían capacidad para adquirirla.
Tal fue la desesperación de los tejedores manuales ingleses, que la historia registra el fenómeno ludista, cuando estos se abalanzaban contra las máquinas industriales, en un infructuoso afán de detener los avances técnicos.
El problema producido por dicho desarrollo de la logística industrial se terminó de agudizar por la codicia de los propietarios de las fábricas, quienes abusaban de sus obreros. Laboraban jornadas extenuantes a cambio de salarios pírricos. Allí el trabajo humano era una simple mercancía que se intercambiaba sin ningún tipo de consideración.
Al final del camino, esta situación generó dos grandes corrientes sociales que aspiraron a solucionar la situación de los trabajadores.
La primera de ellas fue una vía radical: la tesis de imponer, por vías violentas, una dictadura proletaria que aboliese para siempre la propiedad. A esta tesis radical se le contrapusieron un conjunto de corrientes moderadas que proponían una vía gradual y sin violencia para resolver el problema obrero.
Algunos estadistas como Bismarck, el gran canciller alemán, inicia la implementación, desde el Estado, de medidas para proteger al trabajador. Desde otras corrientes moderadas que rechazaban la lucha de clases, surgen intentos como el de Robert Owen y Charles Fourier, precursores de la economía social empresarial, quienes durante el siglo XIX intentaron organizar la sociedad en cooperativas de producción y consumo.
Caso de Costa Rica. Pues bien, en la cintura del siglo XX, Martén ideó el solidarismo, un concepto que implica muchas cosas a la vez. En principio, se trata de una filosofía económica que se sustentó en una novedosa mecánica de capitalización y distribución de la riqueza en lo interno de las empresas privadas.
Allí el auxilio de cesantía se convierte en un interés ahorrado en la empresa para lo cual el trabajador tiene el derecho-deber de acumular un patrimonio por medio del ahorro propio y con la ayuda solidaria de la empresa para la que labora.
A partir de esa fórmula económica, se crea todo un movimiento de economía social que aspira a convertir a las empresas no solo en entes económicos, sino, además, en instituciones éticas que tengan por objetivo reducir la distancia social entre el propietario y el trabajador.
En palabras de su hijo, el jurista Marcelo Martén, el objetivo esencial del solidarismo es la desproletarización del trabajador a través de la capacitación y el ahorro, fortaleciendo la estabilidad empresarial mediante la garantía de reservas para el pago de prestaciones y promoviendo la armonía por la vía de la coordinación obrero-patronal en la dirección y ejecución de los negocios.
Así se desterró definitivamente el abuso laboral, sea por patronos sin ética social, sea por prácticas obreras de sabotaje a la producción.
Capacidad financiera. La fórmula originalmente planteada por Martén era mucho más ambiciosa. Comprendía una propuesta de capitalización universal consistente en incluir, en el precio de todo bien y servicio ofrecido en el mercado, una cuota de capitalización para el trabajador que contribuía en la elaboración del producto o servicio.
Y que al invertirse aplicando una política general de inversiones, hubiese generado un enorme capital destinado a la desproletarización progresiva de los trabajadores dueños de este.
Pese a que la integralidad del ambicioso plan nunca se completó, lo cierto es que esta tercera vía social, de capitalización y organización obrera, ha culminado hoy con un movimiento social que ostenta una respetable capacidad financiera.
Sin embargo, el movimiento solidarista debe repensarse ideológicamente, pues el ideal original de su fundador no se limitaba a la siembra generalizada de asociaciones socioeconómicas en las empresas, sino el de establecer una tercera vía entre el extremo del capitalismo estrictamente patronal y su polo opuesto, la mecánica sindical del beneficio contencioso.
Por ejemplo, el solidarismo incluía, entre otros conceptos, la racionalización económica de las empresas del Estado. Esto lo planteó Martén a solicitud del Congreso en 1976, con un proyecto de ley que proponía una reforma a la mecánica financiera tradicional del plan solidarista, de forma que abarcara a toda la población trabajadora mediante la transformación del impuesto sobre la renta. Aspiraba a reducir el sector público aumentando la economía social solidaria. Además, como ya indiqué, la capitalización universal de la economía y una política general de inversiones de dicho capital acumulado.
Por ello, el desafío que hoy enfrenta el movimiento solidarista es evitar la “zona” de comodidad. Salir de ella es reclamar el protagonismo político-ideológico que merece.
El solidarismo es una idea portentosa y una vía superior. No es justo que su protagonismo político, y sus tesis ideológicas, permanezcan tan supeditadas.
El autor es abogado constitucionalista.