Cuando mi asistente ingresó al despacho para que revisara la escritura en la que se constituía una empresa de turismo en Costa Rica, sentí curiosidad por saber, al comprobar la nacionalidad y el buen nivel educativo del cliente que nos la solicitaba, qué motivaciones tendría un sudafricano educado para emigrar a Costa Rica y establecer aquí una empresa de este tipo. ¿No es acaso Sudáfrica un país grande e igualmente pletórico en maravillas naturales? En el momento de conversar con el cliente, aproveché la circunstancia para preguntarle las razones.
La respuesta fue lacónica, pero motivó un amplio diálogo y también mi personal investigación sobre el caso que él narraba. “Para los sudafricanos blancos – me dijo apesadumbrado–, las condiciones ahora son adversas”. Al final del interesante intercambio, advertí que su situación se derivaba de una serie de políticas públicas y cambios jurídicos en aquella nación, y mi curiosidad me condujo a abocarme a la investigación del caso. Veamos.
‘Apartheid’. Como es reconocido, una de las consecuencias fundamentales de la política del apartheid fue la orquestada discriminación económica que los blancos practicaron contra los sudafricanos de raza negra. Para ello, la población negra era excluida de forma sistemática de toda posibilidad de ejercer el “emprendedurismo”; o sea, crear empresas por cuenta propia. Esta fue una de las más perversas estrategias utilizadas por el poder blanco, pues condenó a gran parte de la población de ese país a ejercer únicamente actividad proletaria, sin posibilidad de acceso a la propiedad y a la riqueza. De ahí que estas mayorías debieron conformarse con residir en miserables guetos en los que, si acaso, existían formas muy elementales de actividad comercial. Sobre la población negra eran implacables las restricciones para adquirir propiedades, y, de tenerlas, se les impedía utilizarlas como garantía bancaria.
Cambio de piel. A inicios de la década de 1990, y con el comienzo del gradual desmantelamiento del odioso sistema del apartheid, en la economía sudafricana empezó a generarse la venta de importantes empresas a una pequeña élite de ciudadanos sudafricanos negros. Muchos de ellos eran nuevos ricos empoderados al amparo de la emergente clase política del Congreso Nacional Africano (CNA), principal movimiento político gestor de la igualdad racial en esa nación. El problema de fondo fue que dichas transacciones comerciales no representaron un empoderamiento económico democrático, sino, simplemente, un cambio en el color de la piel en la oligarquía empresarial de algunas empresas élite del país. Como era de esperar, este fenómeno no implicó el mejoramiento en la calidad de vida de las amplias mayorías negras, sino que –por el contrario– las nuevas oligarquías de ciudadanos negros, ya en el control de la cosa pública sudafricana, iniciaron una estrategia jurídico-política para desplazar a los empresarios blancos. Medidas de tipo legal que solo han significado otra suerte de racismo, pero a la inversa. Este tipo de estrategias no han honrado el portentoso legado de concordia que originalmente sembró Mandela, quien sentó el magnánimo precedente de perdón nacional contra sus torturadores. Por el contrario, se ha creado una nueva élite a partir de una colusión en el nuevo poder político posapartheid, y las amplias mayorías negras siguen marginadas por la falta de oportunidades.
Cuotas raciales. La llamada Black Economic Empowerment (Ley de Promoción Económica de los Negros) ha supuesto la entronización de un número de empresarios convertidos rápidamente en millonarios, muchos de ellos curiosamente ligados al CNA. Como una estrategia de desplazamiento de los sectores económicos tradicionales, la nueva élite ha obligado legalmente a establecer cuotas raciales a las empresas sudafricanas. Estas medidas, sin embargo, no han representado ninguna mejora, pues, si el acceso a los medios productivos no es consecuencia de un proceso educativo sistemático en beneficio de las poblaciones excluidas, se reiteran las prácticas excluyentes que tanto daño le hicieron a Sudáfrica, ¡precisamente lo que combatió Mandela toda su vida! En otras palabras, más que insistir en medidas raciales que pretenden potenciar artificialmente el nivel político y económico de ciertas minorías negras, lo que el Gobierno debe procurar es elevar el nivel educativo. Sin duda no es sabio excluir a cierta parte calificada de la población –esta vez por el color pálido de su piel–, pues se cae en el revanchismo que está impulsando un importante éxodo de mano de obra calificada hacia otras naciones, como Nueva Zelanda o Australia, en detrimento de la economía sudafricana. Demás está decir que toda discriminación sustentada en prejuicios raciales o políticos irá siempre en perjuicio de la economía. Que lo digan los venezolanos.
Concordia olvidada. La política del Black Economic Empowerment ha dado lugar a toda suerte de medidas arbitrarias, una de ellas es la inclusión, en dicho privilegiado segmento, de ciudadanos chinos, pero no de mestizos, hindúes u otros habitantes del resto de las naciones orientales. Los analistas sostienen que la razón de tal privilegio está sustentada en presiones del Gobierno de la República Popular China, que mantiene fuertes intereses económicos en el país.
En la era posapartheid, el camino debió ser –desde el nuevo inicio– el que señaló Mandela: la concordia nacional traducida en la confluencia de esfuerzos entre todas las razas; sin embargo, el nuevo sistema de exclusión, tanto racial como económico, lejos de promover la concordia –y, como consecuencia, la prosperidad que trae– está reavivando el odio entre las razas y alentando un éxodo de población económicamente activa, lo cual es inconveniente para Sudáfrica. Sin duda, el ideal de la igualdad jurídica de los sudafricanos se creyó conquistado con la finalización del apartheid; no obstante, hoy, la gran nación sudafricana debe insistir en la total abolición de los prejuicios y secuelas de la antigua discriminación social y económica.
El autor es abogado constitucionalista.