Como si fuese pan de todos los días, la violencia hacia los niños y adolescentes se manifiesta claramente, con datos, evidencias y con tragedias humanas en todos los continentes, en nuestra región, en nuestro país, en todos los espacios donde se encuentran.
En tan solo dos semanas, en Costa Rica, una niña de cuatro años fue víctima de tortura; cinco menores de edad resultaron heridos de bala por disputas entre grupos narcos, dos fallecieron; dos adolescentes quedaron embarazadas producto de violación de sus padres; una adolescente de 17 años se suicidó; una adolescente de 16 años murió a manos de su pareja de 41 años; y una madre de 26 años fue condenada a 15 años de prisión por tolerar agresiones contra su hija de 14 meses.
Lo novedoso es que ya no es el “simple” abandono, no es el pellizco, el manotazo, la negligencia, el uso del niño como etiqueta política o publicitaria. Ahora es tortura pura y dura. Son actos que con fría indiferencia son intencionados y premeditados, conscientes, ejercidos por las personas más cercanas, familiares, grupos organizados, por Estados.
Tipos de violencia. Hay violencia por discriminación, prejuicios, estigmatización, xenofobia, racismo, egoísmo, indiferencia, por mantener una visión adulta y sesgada, por creer que la responsabilidad es solo del Gobierno. Por no conocer las responsabilidades como ciudadanos o por desconocer lo que dicta la ley, y por no denunciar situaciones que atentan contra la vida, convirtiéndose en cómplices directos o indirectos de un homicidio colectivo de niños y adolescentes.
Todas esas violencias destruyen, dejan cicatrices profundas a quienes han tenido “suerte” de sobrevivir.
También hay violencia institucional, al no lograr garantizar una adecuada atención, protección, desarrollo y seguridad de todas las personas menores de edad que están bajo su jurisdicción.
Algunos gobiernos pecan por su débil e inoportuna respuesta; otros porque su respuesta solo está planificada cuando ya se cometió el daño. Los sistemas de justicia son lentos y la sociedad siente que no están dando la talla al dejar libres e impunes a los agresores o al poner medidas que no parecen corresponder con la gravedad del delito cometido.
La prevención está ausente o no tiene mucho alcance, las causas que generan violencia son cada vez más complejas y están muy arraigadas en las culturas en donde prevalece el adultocentrismo y el patriarcado.
Definitivamente se requieren mayores esfuerzos para superar las dificultades de la aplicación de la normativa y la falta de inversión, de acciones transformadoras que cuenten con el compromiso de cada uno de los habitantes y de los que asumen cargos públicos, los que deben garantizar la calidad de vida digna para todos sin discriminación alguna.
Responsabilidad de todos. Nuestra idiosincrasia no nos ayuda mucho. Las expresiones “no es asunto mío”, “no estamos tan mal”, “seguro que se lo buscó”, etc., justifican el no actuar e invisibilizan la violencia.
Sí, tocamos fondo, pero es la oportunidad de levantarse de nuevo, y seguir luchando a favor de los derechos de los niños y adolescentes y por una vida sin violencia.
Como sociedad y desde el Estado, debemos sincerarnos y reconocer que hay algo que no va bien. Debemos promover la afectividad, el buen manejo de las emociones, la convivencia en armonía y el respeto por el otro, por el entorno y por nosotros mismos.
Lo anterior no se puede hacer solo, se necesita de la participación de todos, cada actor social, político, económico, tomador de decisiones, de cada Estado en su conjunto.
Se requiere de un pacto real duradero que supere el impacto de la noticia mediática, donde los cambios se deben dar en todos los niveles, desde lo cotidiano, en los hogares, en el trabajo, en las políticas, en los programas y en la relación con nuestros niños y adolescentes.
La autora es presidenta ejecutiva de Defensa de Niñas y Niños Internacional (DNI) Costa Rica.