La Real Academia Española define el odio como la antipatía y la aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea.
Navegando por la red, hace unos meses, encontré un artículo interesante que señalaba que el odio tiene efectos similares a los de un virus. Son formas de prejuicio, intimidación y discriminación que sin darnos cuenta atacan al cuerpo física y psicológicamente. Lo debilitan, lo agotan, lo carcomen; es una enfermedad con efectos prolongados.
Este tipo de conductas, las de odio, por lo general se basan en desconocimiento de algo que se percibe como ajeno o fuera de lo normal. Ese desconocimiento se expresa en miedo, que de no ser tratado adecuadamente se incrementa, se esparce y se transforma en animosidad.
Conforme ese rencor y sentimiento infundado va en aumento, los seres humanos solemos adoptar dos posiciones concretas. La primera es evitar el elemento detonante del odio, por ejemplo, cuando por “educación” nos declaramos tolerantes de una idea o una persona.
La segunda, y más peligrosa, es sentir la necesidad de destruir o dañar aquello que nos genera odio, como la matanza llevada a cabo durante la madrugada del pasado 12 de junio en Orlando.
Erradicar. El odio no se erradica tolerándolo, hay que arrancarlo de raíz. La tolerancia implica que existen diferencias que se “aguantan” sin interiorizar su aceptación. Supone entonces, también, que se requiere una autorización del colectivo para reconocer y tolerar dichas diferencias creando como consecuencia (intencionalmente o no) diferentes categorías de ciudadanos.
Estaríamos frente un progreso real conforme aumente nuestra capacidad de considerar las características que nos distinguen de los demás como irrelevantes tanto legal como moralmente.
La activista estadounidense Suzanna Walters mencionó en una entrevista reciente a The Spectator que “la tolerancia demuestra que la cosa (la persona, la sexualidad) es irremediablemente desagradable para empezar” y, por ende, perpetúa bajo una falsa capa de civismo condiciones de desigualdad.
La tolerancia crea una simulada y peligrosa sensación de justicia, pero en la realidad es un esfuerzo insuficiente que no permite una integración robusta y permanente de la sociedad.
El statu quo no va a cambiar con posturas débiles o tibias. Los derechos humanos no deberían tener puntos medios. La tolerancia no presenta para los individuos discriminados ningún beneficio notorio o duradero.
Hay que abandonar posiciones dogmáticas y prejuicios. Hay que cambiar el ideario nacional para entender que los derechos fundamentales son y les pertenecen a todas las personas, y no solo a la parte de la población cuyas conductas e ideas coinciden con las nuestras. Una sociedad virtuosa sabe distinguir entre una integración forzada y la aceptación.
Contra la discriminación. Para lograr una Costa Rica efectivamente equitativa son necesarias acciones contundentes en contra de posturas discriminatorias y una verdadera aceptación de todos los seres humanos. Eso exige cambios en la educación, tanto institucionales como familiares, de fe en la humanidad, o, en términos religiosos, de no juzgar y de amor al prójimo.
Ya basta de equivalencias sociales artificiales. Demostremos que Costa Rica es una sociedad inclusiva y verdaderamente progresista.
La autora es estudiante de Derecho.