El economista y pensador peruano Hernando de Soto –según las revistas Time, Handelsblatt y The Economist , una de las mentes más brillantes del planeta– sostiene que la economía informal es una respuesta espontánea de los pueblos para satisfacer sus aspiraciones.
Para él, es preferible la informalidad de la economía que el clientelismo asistencialista del Estado. Lamentablemente, la experiencia le da la razón, pues la hiperregulación estatal ha hecho de la legalidad empresarial un privilegio al que solo se accede con poder económico o político.
Así un habitante de escasos recursos que emprende alguna iniciativa solo puede hacerlo desde la informalidad.
Escribo de algo que me consta. En el ejercicio de mi profesión de abogado, me abruma ser testigo del calvario que deben vivir los ciudadanos para emprender y sostener sus proyectos económicos.
En la gran mayoría de ellos, el “costo de la legalidad” es abrumador. En días pasados, para citar solo un ejemplo, un pequeño emprendedor de la zona de los Santos me narró que lleva más de un año de visitar oficinas públicas para que le otorguen el permiso de funcionamiento turístico para su microbús de pasajeros. Un ir y venir desde San Marcos de Tarrazú hasta el centro de la capital y aún espera la resolución de su gestión.
Alguien sin recursos no puede legalizar una iniciativa empresarial de mediana escala. Al final del camino, el sistema burocrático-legalista resulta en una entelequia que privilegia a quienes ya de por sí están favorecidos y hostiga a quienes yacen en desventaja.
La insensata manía de creer que progresar es regular hasta la necedad termina por convertirse en una vocación que atenta contra la democracia económica. De ahí que la gran mayoría de los que han salido de su condición de pobreza atestiguan que lograron superarse pese a que la idolatría reglamentista se imponía como el obstáculo que les cerraba las puertas.
Por cierto, leí que por allí circula un proyecto que pretende encarecer el castigo sobre faltas reglamentarias que los emprendedores cometan en materia laboral, lo que hará aún más difícil la vida de quienes luchan por levantarse sin depender del presupuesto público.
Como resultado de esa incultura política, el mismo sistema va formando cotos de caza que usufructúan de ese progresivo laberinto reglamentista, de tal forma que el ideal de la libertad económica se convierte en una utopía.
La audaz iniciativa particular vencida por un sistema que hace de la legalidad una prebenda, degenera en un contexto en el que lo que abunda es la actividad parasitaria. Una improductiva burocracia pública que para justificar su mantenimiento, por ejemplo, obliga a un ciudadano que quiere producir a lidiar durante años para obtener un permiso de funcionamiento.
Pues bien, antes de responder si nos enrumbamos hacia una sociedad cerrada, es menester resumir las características esenciales de un sistema tal.
En primer término, las sociedades cerradas carecen de sistemas normativos donde se otorgue margen de acción al carácter y al criterio ético en la conducta del ciudadano. Por el contrario, son sistemas hiperregulados. Excesivamente reglamentados en donde casi no hay margen de maniobra para tomar decisiones.
Allí es usual la inflexibilidad a ultranza de los requisitos, la asignación de cuotas y la rigidez de los métodos y condiciones operativas para casi todo. La segunda característica de las sociedades cerradas es que son controladas, porque son sociedades de normas, mas no de libertades.
Muchas de las causas del éxodo de algunos ciudadanos de países desarrollados hacia otras naciones “atrasadas” se debe, precisamente, al afán de huir de un excesivo dirigismo controlista, que se impone aun sobre la vida de los individuos. Sociedades asfixiantes en las que el supuesto “desarrollo” los ha llevado al extremo de controlar los detalles más nimios de la vida personal.
En dichos sistemas, las normas no son preceptos generales que premian la responsabilidad y la iniciativa esforzada, sino camisas de fuerza que encasillan la conducta humana y que generan una abulia donde el protagonista no es el emprendedor, sino el funcionario.
La tercera característica de este tipo de sociedades es que son altamente burocratizadas. Si bien es cierto el paroxismo de esta tendencia lo representó el estalinismo soviético del siglo XX, la verdad es que existen diversas gradualidades en su intensidad.
Un país como Costa Rica, poseedor de varias centenas de entidades públicas creadas para inmiscuirse en cuanta particularidad deba requerir algún remedio, no es el peor caso, pero es un ejemplo en menor escala de lo que es una burocracia voraz.
La cuarta característica de las sociedades cerradas es que son altamente centralizadas; es decir, el poder está fuertemente concentrado en el epicentro político, sus sistemas estimulan la toma vertical de las decisiones. La forma de gobierno es fuertemente representativa y escasamente participativa. Por ello, las expresiones de poder local –aquellas que son más cercanas a la comunidad y al individuo– tienen escasa capacidad de acción o decisión.
La quinta característica de las sociedades cerradas es que son sociedades de mucha ideología, pero escasa cultura. Con una vocación totalizadora, la propaganda ideológica es lo primero que las satrapías hacen para cerrar la sociedad y entronizarse en el poder. Es una oscura magia que puede llegar al extremo –a fuer de propaganda– de convencer a la gente de que un acto como el aborto es un “derecho humano”.
De ahí que en todas las sociedades donde la propaganda ideológica avanza, la vida en el espíritu y las convicciones de fe son reprimidas. Son sistemas materialistas y, por ello, donde el nazismo encerró ministros religiosos y el comunismo también demolió catedrales.
La necesidad del control ideológico lleva a establecer leyes para regular la información, como la de telecomunicaciones que aprobó Ecuador.
La sexta característica de las sociedades cerradas es que son comunidades de privilegios y nomenclaturas; sea que el monopolio del poder esté en el funcionario público, como sucede con la llamada “boliburguesía” petrolera del socialismo venezolano, o que se encuentre en élites privadas, como en Guatemala, donde el objetivo del control minucioso del poder está en función de privilegiar la concentración de la riqueza.
La última característica de estas sociedades es que en ellas existe un progresivo aumento de las cargas tributarias. La necesidad de sostener un aparato público tan abrumador exige trasladar cada día más recursos desde la sociedad civil hasta el control burocrático. No por casualidad tal crecimiento exponencial llevó al insensato de Hollande a imponer el extremo de un fracasado tributo del 75% sobre las ganancias de los empresarios franceses.
En fin, al conocer iniciativas como el proyecto de ley de radio y televisión, impulsado por la coalición legislativa del PAC-FA, o al constatar el contenido de los proyectos tributarios que se asoman en la corriente legislativa, me preocupa que también aquí nos quieren llevar hacia una sociedad cerrada.
El autor es abogado.