Como concepto amplio, el constitucionalismo no debe resumirse a una definición de diccionario. Si me viese obligado, esencialmente anotaría que es el proceso jurídico-político que impone límites y controles a quienes ostentan el poder. Entonces, si quienes ostentan el poder no resguardan esas garantías, la Constitución ha sido derribada.
Loewenstein, el gran constitucionalista alemán del siglo XX, denominaba semánticos a los regímenes pseudoconstitucionales. Allí, sus leyes fundamentales lo son solo de nombre, pues su función es disfrazar, con apariencia de legalidad, el monopolio de intereses de quienes ejercen el poder. Como sucede en Venezuela, donde el régimen de Nicolás Maduro ha asestado tres golpes contraconstitucionales plenamente demostrables. Veamos.
Primero. El primer golpe fue propinado para que Maduro asumiera el poder, pues estaba constitucionalmente imposibilitado para hacerlo. El subterfugio fue la sentencia número 2 del 9/1/2013, de la Sala Constitucional venezolana.
Esta concluyó que, en el caso del presidente Chávez –ya en estado de enfermedad terminal–, al tratarse de un presidente reelecto no era necesaria una nueva instalación y que, por el contrario, todo el gobierno continuaba en ejercicio de sus cargos.
El efecto colateral fue que Maduro ejerció alegremente de jefe de Gobierno con fundamento en un decreto de delegación. Así, durante la ausencia de Chávez, abusó de facultades que le corresponden al presidente de la República: rendía cuentas ante el Congreso y emitía cadenas de radio y televisión.
Tal abuso interpretativo de los jueces constituyó el primer atropello, pues, de acuerdo con dicha Constitución, mientras el presidente electo no jurara el cargo, era al presidente de la Asamblea Nacional a quien correspondía ejercer la presidencia.
Esto lo dispone sin margen de dudas el artículo 231 de la Carta Magna. Ese abuso jurisprudencial de la Sala Constitucional permitió que el vicepresidente Maduro no solo se mantuviera en el cargo luego del 10 de enero del 2013, sino que, además, siguiese fungiendo de hecho como jefe del Gobierno.
Segundo. De conformidad con el artículo 229 de la Constitución venezolana, en su condición de vicepresidente, Maduro estaba inhabilitado para postularse a la presidencia.
Así las cosas, el mismo Tribunal, en una segunda sentencia, número 141 del 8/3/2013 –sentencia arbitrariamente votada en un día inhábil por urgencia de términos–, resolvió otro recurso redactando una interpretación aún más abusiva. El “remedio” guardaba dos intenciones. Uno de ellos, que el vicepresidente de la República asumiera el cargo de “presidente encargado”; el otro, que tal “presidente encargado” se postulara a la presidencia sin separarse de la jefatura, lo que era constitucionalmente imposible por múltiples razones.
Al postularse como candidato presidencial, contrariaba criterios anteriores del mismo Tribunal Constitucional sobre la separación del cargo. Además violaba los artículos 57 y 58 de la Ley Electoral y el 128 de su reglamento.
Tales normas estipulan que, salvo la reelección, todo funcionario público debía separarse del ejercicio del cargo. Pero el tal Tribunal –alegremente–, dispuso que el supuesto aplicable al caso concreto fuera el tercer párrafo del artículo 233 constitucional, permitiéndole ejercer el cargo de “presidente encargado”, sin que tal figura existiera.
Porque esta posición no existe más que para un supuesto: el de la falta absoluta producida en los últimos dos años del período. Esa inexplicable interpretación permitió, sin sustento, que Maduro abandonara su posición de vicepresidente Ejecutivo, que era el cargo que verdaderamente ejercía.
Tercero. El nuevo aldabonazo propinado fue posible, una vez más, gracias a jueces constitucionales de dudosa integridad. En Venezuela, la Constitución estipula que es imposible imponer un estado de excepción sin la aprobación del Congreso. Pero Maduro hizo el milagro, pues, sin tal aprobación, lo ha ejecutado.
Analicemos la dimensión de esta arbitrariedad. La teoría constitucional es unánime al señalar que el estado de excepción es una situación temporal en el que, previa aprobación de los Parlamentos nacionales, y por razones graves, –léase un ataque exterior o algún motivo que genere una seria conmoción interna–, se suspenden determinadas garantías individuales.
Sin embargo, sin la venia del Congreso, el régimen impuso un estado de excepción con una vocación de permanencia y no de temporalidad. Además, de la lectura del decreto no se colige cuál o cuáles garantías son suspendidas, sino que le otorga al Ejecutivo facultades generales indeterminadas. Todo para atribuirse poderes omnímodos, con ánimo represivo.
¿ Quo vadis Venezuela? Enterados del rechazo gubernamental del proceso revocatorio, el peligro es que este drama no tenga pronta salida. La historia demuestra que estas circunstancias usualmente tienen desenlace violento, y nada peor que más tinieblas para el hermano país.
De ahí que Henrique Capriles ha hecho un llamado a la armada venezolana para que se coloque del lado de la Constitución. Este llamado apela a la necesidad de que el Ejército no respalde más las continuas transgresiones del régimen al sistema de derecho.
Si los militares se niegan a cohonestar las transgresiones del chavismo, la camarilla se verá obligada a negociar el referendo revocatorio, o bien, un gobierno de transición hacia la democracia.
Según los informados de la realidad castrense, las contradicciones en el interior de las fuerzas armadas aumentan. Así, frente a ese posible escenario, la tarea de un gobierno de reconciliación puede resumirse en tres desafíos: el desarme de los grupos urbanos paramilitares del chavismo y el sistema cubano de control político-militar; recuperar el sistema de frenos y contrapesos y la independencia de los poderes del Estado, para lo cual debe desmantelarse la estructura de control enquistada por el régimen en las magistraturas judiciales, la Contraloría y el Ministerio Público; y reactivar la productividad y la economía internas.
Este último será el esfuerzo más titánico, pues implica desactivar la entelequia ultrarreguladora urdida a través de los últimos 18 años. Una suerte de telaraña que ha convertido, al Estado venezolano en un temido represor de la iniciativa empresarial de los ciudadanos.
El autor es abogado constitucionalista.