Tres grandes paradigmas han marcado la historia económica de la civilización. El primero de ellos surgió hace, aproximadamente, diez mil años con el nacimiento de la agricultura. La plantación de la semilla inicial significó el “ big bang ” del primer sistema de riqueza humana. La civilización agrícola permitió el fin del nomadismo y la existencia de los primeros excedentes que hicieron posible la acumulación de producto. Con ello, un nivel de vida en sociedad que permitía algo más que la estricta subsistencia.
Al final del siglo XVII, un nuevo paradigma emergió y, a través de la actividad mecánica e industrial, provocó el segundo sistema de creación de riqueza. Este sistema se caracterizó por la tecnología de fuerza bruta, en interacción con energía derivada de combustibles fósiles. Esta forma de creación de riqueza se caracterizó, además, por el trabajo en serie, repetitivo, y la concentración del recurso humano y material en grandes organizaciones humanas de jerarquía vertical. Dicho modelo de producción lo marcó todo: la forma de producir, los procesos sanitarios, la forma de educar, de impartir justicia, de ofrecer seguridad, incluso de gobernar, entre otros etcéteras. Los parámetros básicos de los procesos eran la estandarización, la centralización, la concentración y la maximización de las escalas.
Era del conocimiento. Pero la paradoja es que este sistema de riqueza sufre estertores de muerte, pues se abre paso un nuevo paradigma que confronta todos los viejos preceptos de la industrialización. Esencialmente, el nuevo sistema de riqueza se caracteriza por el énfasis en la información y la creación no masiva, a través de energía limpia y organizaciones temporales de tendencia más horizontal. Así como la era industrial concentró la organización, la actual la desconcentra. Esta era del conocimiento propende a nivelar las organizaciones trasladándolas en función de estructuras alternativas con funciones intangibles, como son, por ejemplo, las de tipo red. Los nuevos parámetros de los procesos son, entre otros, la descentralización, la desconcentración, la desincronización, la no verticalidad y la energía limpia.
El problema esencial que enfrentamos es que las organizaciones del nuevo sistema colisionan contra un Estado cuyo modelo vertical, institucionalizado, centralista y concentrado, se halla diseñado para la era que ya no es, pues, sin duda, el actual modelo de Estado costarricense –cuyo diseño consta en la actual Constitución de 1949– es propio de aquella era industrial.
Instituciones disfuncionales. Así, llegados a este punto, ¿cuál es el dilema de fondo? El de un Estado con instituciones que son disfuncionales porque son incapaces de marcar el paso acelerado que lleva la actual economía basada en el conocimiento. Nada ganamos con promover una cultura de emprendedores adaptada a la era que se avecina, si nuestras instituciones permanecen tan atrás.
Si tuviera que resumir en una sentencia lo que pretendo ilustrar, afirmaría que es la colisión entre la velocidad de la web y la de las instituciones. Y el craso error de los afectos del estatismo de viejo cuño es que, diseñadas las entidades burocráticas para la era que ha muerto, se insiste en sostenerlas con respiración asistida. Incluso, vemos cómo algunos de los actuales diputados, desconociendo la lectura de los nuevos tiempos, insisten con insensatez en la creación de más instituciones públicas bajo el modelo de cuño tradicional.
Ante este panorama, ¿cuál es el camino correcto? Es claro que la crisis generacional de liderazgo político de calidad que venimos sufriendo en los últimos años, impide una constituyente y, por tanto, una transformación genuina de nuestro modelo de Estado. Pero, al menos, requerimos algunos cambios inmediatos del modelo institucional para evitar su colapso total. Como es imposible en un artículo detallar con profundidad un cambio de tal naturaleza, me limito a resumir algunas ideas que me parece que es urgente implementar.
Empresa pública. Para adecuar nuestra ley fundamental a estos tiempos, uno de esos cambios es la reforma del título XIV constitucional, de tal manera que las instituciones que ofrecen servicios comerciales –como el INS o los bancos comerciales del Estado–, o bien las entidades de servicios públicos que son retribuidos mediante el pago directo del usuario –como, por ejemplo, el ICE, el AyA, el Incofer o la JPS), operen bajo el modelo de empresa pública.
Muchas de estas entidades son instituciones autónomas por disposición constitucional, por lo que trasladarlas a un régimen de operación más eficiente requerirá un cambio de esa misma naturaleza constitucional.
No veo justificación para que entidades como el INS o los bancos comerciales del Estado –las cuales, en función del cumplimiento de sus objetivos, realizan actividades comerciales–, o bien instituciones como el ICE o el AyA –que, en cumplimiento de sus fines públicos, dan servicios al usuario, que los retribuye mediante pago directo–, deban seguir operando bajo el oneroso y rígido marco jurídico de las instituciones autónomas. Su realidad material debería ser la de empresas públicas.
En estos tiempos que he descrito, el marco jurídico de la institución autónoma no es el más apropiado para entidades que cumplen actividad empresarial. Y no lo es por ser un marco más oneroso y administrativamente más vertical e inflexible.
La definición estrictamente institucional de una entidad es apropiada para fines públicos como los que cumplen, por ejemplo, el PANI, las instituciones universitarias o el IMAS. No así para instituciones que implementan negocios o servicios en función de una contraprestación directa, y que, en función de ello, deben contar con un esquema organizativo de máxima agilidad y eficiencia.
Gasto público. La segunda reforma constitucional tiene que ver con la necesidad de establecer medidas que le garanticen al ciudadano equilibrio en el gasto público y límites a su desmedido crecimiento. No es concebible que, salvo el breve artículo 179 constitucional, no encontremos mayores medidas constitucionales que garanticen límites a los gobernantes en dos aspectos: a) en relación con el abuso del gasto, y b) respecto al límite frente a la creciente tendencia de aumento en la imposición tributaria. En el pasado se intentaron, sin éxito, esfuerzos para establecer medidas constitucionales en ese sentido. Pero desarrollar este último tema ya sería materia de otro escrito.