“Ser o no ser”, ese no es nuestro problema, porque nosotros no hemos sido “ni chicha ni limonada”, al decir de Víctor Jara. La discusión ontológica no es nueva, pero creo que es falsa. Entre apologistas y detractores de supuestos paradigmas subyacentes en nuestras políticas públicas, hemos terminado aceptando sin cuestionamiento que seguimos un mapa de ruta realmente trazado. La verdad es menos glamorosa. Más que seguir grandes diseños, lo que hemos hecho ha sido resolver problemas coyunturales. No existe una verdadera visión de país. No tenemos un azimut de ruta nacional.
Es verdad que el comercio exterior es la gran constante de todas las Administraciones de los últimos 32 años. Se ha consolidado así, en Costa Rica, no un modelo de desarrollo, sino un paradigma de equilibrio macroeconómico con inversión extranjera, fundada en la apertura comercial. Es decir, compramos muchísimo más de lo que vendemos, y la diferencia la pagamos en un 98% con las divisas que nos deja la inversión foránea que equilibra nuestro negativo desbalance comercial.
Dependencia dañina. Ese es el gran consenso, aceptado hasta por los que tienen 101 razones en contra y nos produce una dependencia francamente dañina. Intel nos puso a temblar, mostrando el barro de nuestros pies. Y eso no es lo más grave. Lo más serio es que no aprovechamos el gran beneficio posible de la IED, fuera de la macroeconomía. No la integramos al tejido productivo local, logramos poca transferencia tecnológica y ponemos escasa inversión en investigación y desarrollo para tenerla. Cuando se van, nos queda poco más que nada.
¿Qué somos? Unos dicen que somos el primer exportador de productos de alta tecnología en América Latina y cuarto del mundo. Otros, en cambio, dicen que, si no contamos la producción derivada de la inversión extranjera de alta tecnología, nuestros principales productos de exportación siguen siendo los tradicionales: café, banano y piña. ¿Dónde está la verdad?
En ambas partes. Ha habido una transformación estructural de nuestras exportaciones. Eso es cierto. Pero nuestro tejido productivo local no denota cambios en materia industrial y nuestra manufactura netamente doméstica no siempre puede enfrentar la competitividad internacional.
Eso se explica porque hemos diseñado una economía “desde afuera y hacia afuera”. Su eje central ha sido la atracción de industria foránea de punta, con una base productiva “desde afuera”, resultando en grandes multinacionales estacionadas en nuestro suelo. Su producción disfruta de una amplia plataforma exportadora, fundada en una progresiva batería de tratados de libre comercio que les otorga acceso preferencial a los principales mercados del mundo. Es lo que yo llamo un país “hacia afuera”.
Consecuencias negativas. Pero una política aperturista sin contrapartida de fortalecimiento del aparato productivo nacional, como la que ha existido hasta ahora, tiene consecuencias negativas en nuestra capacidad de apropiación interna de la tecnología que se deriva del tipo predominante de exportación. Eso ha resultado en una transformación estructural unidimensional y centrada en una visión separada del conjunto del sistema productivo, desarticulada del entorno social y desvinculada del recurso humano. De ahí se deriva una fuerte disminución del beneficio multiplicador de las exportaciones y de la IED en el resto de las actividades económicas locales, con fuertes impactos en las desigualdades crecientes de ingresos y de salarios.
En una palabra, la mano izquierda nacional atrofiada borra mucho de lo bueno que había logrado nuestra exportadora mano derecha multinacional. Lo integral habría sido construir una política “desde adentro y desde afuera, hacia adentro y hacia afuera”, es decir, integrando el entorno productivo y de consumo propiamente nacionales, como origen y como destino, no solo como peaje de parada, puerto de estacionamiento de la inversión de las multinacionales, con débil anclaje local.
Esa es la buena intención que ilumina, sin duda, las declaraciones del presidente Solís, con ocasión del reciente encuentro del MEIC “Construyamos una Política Industrial en Costa Rica”, cuando puso un acento novedoso en los encadenamientos productivos como prioridad nacional y en buscar inversiones que puedan integrarse mejor con el tejido productivo doméstico. Con sus palabras, soplan aires de cambio, anatema en los viejos y cerrados círculos palaciegos.
Sin diente fiscal. Pero, por gratos que sean, los vientos que soplan no tienen diente fiscal. Así no pueden morder. El Estado carece de fuertes políticas de incentivos para las actividades empresariales de encadenamiento, innovación, transferencia tecnoló-gica y creación de capacidades, como es cada vez lo más usual en el ámbito latinoamericano. Y ¿cómo podríamos dar ese golpe de timón con la situación fiscal que vivimos? Otros países latinoamericanos aprovecharon las vacas gordas para hacer reformas fiscales integrales. Nosotros preferimos comernos las vacas y ya no nos queda ni el cuero.
Sin dejar de ver hacia afuera, porque eso, además de erróneo, sería imposible, es urgente comenzar a ver mucho más desde adentro y hacia adentro. Sin embargo, ¿cómo hacerlo con una fiscalidad que frena la posibilidad misma de pasar del dicho al hecho?
“ The answer, my friend, is blowin’ in the wind ”.