E l Flaco Gómez, el Gordo Pérez, el Machillo López, el Chino Wong, el Renco Alpízar, el Manco Núñez, el Cholo Otárola, el Enano Chacón, el Albino Nico, el Indio Oconitrillo…
¿De qué sirvió generar tal inflación discursiva con el “racismo” de Cocorí, cuando nuestra habla cotidiana está llena de alusiones derogatorias a la etnia de las personas? ¿Será posible que no nos demos cuenta a qué punto seguimos construyendo la identidad de un ser humano a partir de una característica física (frecuentemente una discapacidad) o de su grupo étnico?
Cocorí es una bellísima novela “de iniciación”, lo que los alemanes llaman un Bildungsroman. Como lo es El lazarillo de Tormes, Wilhelm Meister de Goethe, La educación sentimental de Flaubert, y su modelo directo, El principito, de Saint-Exupéry.
Un niño afrodescendiente de Limón debe atravesar un itinerario sembrado de pruebas iniciáticas antes de tener acceso a una revelación que cambiará su vida. He ahí todo. Nuestro racismo no está ahí. Está… pues en cualquier otra dirección en que miremos. Es ubicuo, apesta por doquier, y no es en una alegoría literaria de carácter poético donde tenemos que correr a fumigarlo.
Estamos buscando el cáncer en el lunar de la Venus de Milo, y no en las infinitas tumoraciones malignas y ulceradas metástasis que son perceptibles a simple vista en la superficie de nuestro cuerpo social.
El filósofo francés Emmanuel Lévinas forjó un sistema de pensamiento ético que se cuenta entre las cosas más bellas que he leído. Es radical, severo, hiperbólico, pero cambia cualquier vida.
Lévinas nos dice que todo rostro humano, en su indefensión, en su conmovedora exposición, exige respeto. Este respeto comienza por la mirada.
El mirar ético debe pasar por alto todo rasgo físico del otro. No reparar en su color de ojos, en la forma de su nariz o la tonalidad de su piel. Es aquí que su doctrina se nos antoja casi impracticable.
El mirar ético es aquel que reconoce en el rostro del otro un estatus soberano e irreductible. Desde el momento en que nos decimos “¡qué bella!”, “qué fea” o “qué curiosa” la forma de su nariz, la mirada deja de ser ética. La percepción de la morfología del rostro es, por supuesto, inevitable, pero debe ser inmediatamente trascendida. Porque lo que hay en ese rostro es un ser humano que me interpela desde el fondo de su alma, y si yo me quedo atascado en el primario nivel de los rasgos físicos, estos impedirán el viaje hacia el otro.
Entre el Tú y el Yo, esa suma de accidentes puramente morfológicos se interpondrán para abortar la comunicación profunda. Y no estaré hablando con un ser humano, sino primariamente con un narizón, un orejón, un negro, un chino, un gordo o un flaco. Y ahí mismo se produce el cortocircuito de la comunicación cordial (del latín cor: corazón).
El otro quedará reducido a un amasijo de rasgos físicos –gratos u ofensivos, no importa– que no podrán jamás constituir una persona, así como las características físicas de un libro no pueden darnos la menor idea de cuál es su contenido.
Entidad sin aspecto”. Nuestra Yolanda Oreamuno nos regaló esta reflexión: “Resulta curioso cómo es la gente a quien se ama. La persona amada no tiene cara, ni manos, ni pies, ni cabello, apenas se recuerda un gesto. Se convierte en entidad sin aspecto, pero está ahí como realidad tangible. Abstracciones del afecto”.
La “entidad sin aspecto” de Yolanda no es otra que ese ser del cual no debemos siquiera precisar el color de ojos, según Lévinas. No por ello se desmaterializa el otro: para Yolanda sigue presente como “realidad tangible”, para Lévinas el rostro sigue siendo “dominado por la percepción”. Ambas reflexiones pueden ser sintetizadas de la siguiente manera: la mirada ética no reduce, no cosifica, no fragmenta al otro.
El amor es la forma en que la mirada ética se manifiesta más plenamente, por cuanto aprehende al otro en su integridad, y no queda fijada en tal o cual especificidad física. La asombrosa área de coincidencia entre la doctrina de Lévinas y el sentir de Yolanda es mucho mayor, pero ese será tema para otro artículo.
A la luz de estas consideraciones, resulta casi risible que orquestáramos tanto alboroto en torno a nuestro querido Cocorí, cuando en Costa Rica, el habla misma, la naturaleza de los apodos, las agresiones verbales de todos los días, rezuman racismo y esa otra aberración que en nada le va a la zaga por su perversidad: la reducción de la persona a alguno de sus rasgos físicos.
En el momento mismo en que, al hablar con alguien, reparamos en su gordura, flacura, calvicie o belleza, la mirada deja de ser ética. Y deja de serlo ipso facto, illico , en el instante mismo en que la infligimos. Ya no estamos hablando con una persona, sino, esencialmente, con un gordo, un flaco, un calvo, un guapo o una bella.
Maestros de la cosificación. La agresividad pasiva del tico es inmensurable, y su principal vehículo es lingüístico. Somos terroristas del lenguaje. Maestros del apodo. Virtuosos de la cosificación. Costa Rica es un país infinitamente más violento de lo que sus residentes y el mundo creen. Sucede, simplemente, que ha desarrollado sus propios, peculiares métodos de ejercer su violencia.
La palabra, la chota, la derogación por razones raciales, culturales, y sobre todo el bombardeo contra el cuerpo –blanco favorito de la agresión–, alcanzan niveles abyectos en Costa Rica. Porque en todo esto, el cuerpo es siempre el más castigado.
¿Desvelarme por el posible componente racista de Cocorí ? ¡Señores, señoras: vigilemos nuestro diario lenguaje, y preocupémonos por lo que realmente amerita preocupación! ¡Palpémonos el alma, y estudiemos de qué manera observamos a quien nos interpela! ¿En qué reparamos, primordialmente? ¿La verruga en la nariz del interlocutor, o la textura y fragancia de su alma, su sustancia ética?
Hay gente que no habla con gente, sino con barrigas, calvas, narices, nalgas, senos, lunares, orejas, bigotes, renqueras, jorobas… Aquí tenemos la primera de las agresiones: pars pro toto, tomar la parte por el todo –la metonimia–.
Un hombre obeso no es ya un ser humano, sino una barriga de la que cuelga una persona. Una mujer bella no es ya una persona, sino dos senos de los que ha brotado, cual insólita excrecencia, una fémina.
La vida me ha llevado por muchos países, y he dejado los jirones de mi pasado en diversas latitudes. Es con absoluta convicción que puedo decirlo: vivimos en uno de los países más camufladamente violentos y agresivos del planeta.
¡Violencia “a la tica”: una de las más insidiosas y punzocortantes de que el mundo guarda memoria! Todo está en la palabra y en la mirada. No hacen falta ojivas nucleares.
Jacques Sagot es pianista y escritor.