Según Mark Twain, hay cinco clases de actrices: “las malas, las regulares, las buenas, las grandes actrices y Sara Bernhardt”. La francesa Rosine Bernard (1844-1923) ha sido considerada la mejor actriz de todos los tiempos. Quienes la han estudiado dicen que su éxito se basó en la naturalidad de la actuación, sin sobreactuaciones ni innecesario histrionismo.
Si bien hemos de separar actor de personaje, a veces resulta difícil: ¿Jim Parsons más allá de “Sheldon Cooper”, o Rowan Atkinson en otro distinto a “Mr. Bean”?
En otro plano, ¿existe, o debe existir, una ética actoral o teatral? ¿Debe un actor rechazar un papel porque discrepa de las actitudes o pensamientos del personaje mismo? No siempre: posiblemente, ninguna película de guerra (incluidas sobre Holocausto, Pasión de Cristo y otras de corte histórico) habría encontrado actores, si no estuviese deslindado el terreno profesional del credo personal. Pero el actor debería rechazar el personaje cuando, lejos de recrear una historia para su condena, se busca promover el odio, la discriminación y todo lo sancionado por la Convención de Derechos Humanos.
El actor que dio vida al “Sastre de Villalta” no enaltece la política. Sus actuaciones personales posteriores al anuncio le quitaron credibilidad actoral, y, si él no se deslinda del personaje, ¿por qué habría de hacerlo el público? Entendible la polarización en las redes sociales. Eso sí, vale preguntarle, como Stanislavski: ¿Qué sentido tiene crear en la escena la ilusión y destruirla en la vida real?