PRINCETON – Para entender cómo nos metimos en nuestro embrollo económico actual, explicaciones complicadas sobre derivados, fracaso regulador y demás no vienen a cuento. La mejor respuesta es a un tiempo antigua y sencilla: la arrogancia.
En la economía matemática moderna, muchas personas del mundo rico llegaron a la conclusión de que por fin habíamos ideado un conjunto de instrumentos científicos que de verdad podían predecir el comportamiento humano. Se daba por sentado que dichos instrumentos eran tan fiables como los utilizados en la ingeniería. Tras haber introducido el socialismo científico en su tumba al final de la Guerra Fría, nos vimos rápidamente abrazando otra ciencia del hombre.
Nuestras nuevas creencias no se desprendían de algún nuevo experimento o alguna observación inesperada, al modo como se produce un auténtico cambio de paradigma científico. Lo propio de los economistas no es hacer experimentos con dinero real. Cuando los hacen, como cuando el premio Nobel Myron Scholes gestionó el fondo de cobertura Long Term Capital Management (LTCM), los peligros superan con frecuencia los beneficios (lección que no parecemos haber aprendido todavía) y, como casi todas las observaciones que hacen los economistas dan un resultado imprevisto, ninguna observación inesperada podría cambiar en realidad un paradigma económico.
Falsas creencias. Lo que de verdad produjo el cambio en economía que condujo al desastre fue el simple hecho de que ahora se podían decir en público ciertas cosas impunemente. Algunos creíamos sinceramente que había llegado el término de la Historia y, al fin y al cabo, no se puede tener una sociedad final, utópica, sin disponer de una teoría científica del comportamiento humano, junto con algunos científicos o filósofos locos para presidir todo ello.
El problema es que, independientemente de lo “científicamente” que se formularan esas nuevas creencias, siguen siendo falsas. El capitalismo es, entre otras cosas, una lucha entre personas por el control de unos recursos escasos. Como el boxeo y el póquer, es una forma suave y limitada de guerra privada.
Hace siglos que los estrategas militares saben que no hay ni puede haber una ciencia final de la guerra. En una lucha real sobre cosas que de verdad importan, debemos dar por sentado que nos las habemos con unos oponentes reflexivos, que pueden entender cosas propias de nosotros que nosotros mismos no sabemos. Por ejemplo, si se pueden obtener beneficios comprendiendo el modelo subyacente a una política, como ocurre con toda seguridad con los modelos utilizados por la Reserva Federal de los Estados Unidos, tarde o temprano habrá tanto capital que busque dichos beneficios, que la cola empezará a menear al perro, como ha estado ocurriendo últimamente.
Ciencia imposible. La verdad es que, cuando más útiles son esa clase de modelos, es cuando son poco conocidos o no existe una creencia universal en ellos. Cuando los aceptamos y empezamos a apostar por ellos, van perdiendo progresivamente su valor productivo, pero no puede haber auténtica ciencia predictiva para un sistema que puede cambiar de funcionamiento, si publicamos un modelo de él.
Los mercados pudieron ser en tiempos bastante eficientes, antes de que dispusiéramos de una teoría de los mercados eficientes. Sin embargo, si invertir es simplemente asignar dinero a un índice, la liquidez pasa a ser el único factor determinante de los precios y las valoraciones quedan totalmente desorganizadas. Cuando una fracción importante de los participantes en el mercado están comprando simplemente el índice, el papel del mercado consistente en garantizar una buena gestión empresarial desaparece también.
La formación de grandes burbujas en los últimos decenios fue, de alguna manera, una consecuencia de la común e incorregible creencia de que nunca podrían ocurrir. Nuestra creencia colectiva en que los mercados son eficientes contribuyó precisamente a hacerlos desatinadamente ineficientes.
Pese a ello, durante los veinte últimos años los economistas empezaron a actuar como si creyéramos que podíamos predecir de verdad el futuro económico. Si el universo no acompañó, no fue porque nuestros modelos fueran erróneos: la culpa era del “fallo del mercado”. No está claro cómo podíamos saber que los mercados estaban fallando siempre que bajaban en gran medida, pero creíamos que no teníamos por qué desconfiar cuando subían. Tampoco está claro cómo creímos todos que el fracaso de LTCM o el malestar posterior al 11 de septiembre representaban graves riesgos para el sistema, pero pudimos dudar en serio de que la locura de las punto-com fuera una burbuja.
Rescatamos burbujas repetidas veces y nunca las hicimos estallar deliberadamente. A consecuencia de ello, nuestros mercados financieros se convirtieron en un plan en forma de pirámide. Se podía pasar por alto sin peligro –pensamos– el riesgo moral porque es "moral”, que, como todo científico auténtico sabe, significa “imaginario”.
Riesgo moral. Pero un mercado no es un cohete, los economistas no son científicos expertos en cohetes y en los asuntos humanos el riesgo moral es el que más importa. La creencia falsa en que podemos ver colectivamente el futuro mediante la ciencia nos ha conducido a todos a hacer diversas promesas vinculantes sobre cosas propias de ese futuro que ningún ser humano podía garantizar en modo alguno. Una promesa de algo que, según deberíamos saber todos, no se puede garantizar se llama también “mentira”. Ahora se está desgarrando esa vasta red de mentiras.
Los Gobiernos creen que podemos detener ese proceso echándole dinero encima, pero hay muchas razones para pensar que eso no funcionará. Probablemente ya haya pasado el momento de poder salvar el sistema bancario: muchas entidades ya no son, sencillamente, bancos, sino vastos experimentos que no funcionaron como se había previsto.
Podría ser que estuviéramos “estimulando” y “rescatando” la economía durante un tiempo bastante largo de formas que simplemente retrasen el ajuste necesario, antes de vernos por fin obligados a permitir que se produzca la necesaria destrucción creativa, pero ese no es el auténtico problema. El auténtico problema es la ideología seudocientífica subyacente a la crisis. En una ciencia final del hombre está fuera de lugar la recuperación impredecible y no planeada que es la única clase que una economía capitalista puede tener después de una crisis de estas dimensiones.
Si nos aferramos a la falsa seguridad de una supuesta ciencia que no funciona y olvidamos su filosofía subyacente, ideas como las de la responsabilidad personal y el derecho a fracasar, nuestros dirigentes dejarán muy científicamente de brindarnos recuperación alguna. Copyright: Project Syndicate/Instituto de Ciencias Humanas, 2009 www.project-syndicate.org