NUEVA YORK – Los debates sobre el futuro de la educación superior en el mundo comienzan a ser escenario de una simetría sorprendente. Por un lado, aumenta la preocupación respecto de que Estados Unidos y muchos países europeos no estén preparando suficientes graduados universitarios en los campos que impulsarán la “economía del conocimiento” en el siglo XXI: por ejemplo, la ingeniería y la tecnología de la información. Este temor ha llevado a circunscribir el concepto de educación a la adquisición de habilidades prácticas.
Por otro lado, en algunos lugares de Asia se teme que los jóvenes con alta capacitación técnica que se integren a la fuerza laboral carezcan de experiencia suficiente en el ámbito del “pensamiento creativo”. Este temor se manifiesta en incipientes intentos de ampliar la educación para incluir en ella el cultivo de las emociones y la imaginación.
Ambos movimientos tienen su origen en lo económico. En Estados Unidos, donde la mayor parte de los estudiantes de grado deben hacerse cargo de, al menos, una parte del costo de la educación universitaria que reciben, hay cada vez más presión política para que se ofrezcan incentivos (por ejemplo, descuento en el costo de matrícula o condonación de deudas) a los estudiantes de ciencias, tecnología, ingeniería y matemática. También se estudia aplicar medidas de reducción de costos, como, por ejemplo, acortar a tres años los programas tradicionales de cuatro años, para lo que se apelaría a la reducción o eliminación de cursos optativos referidos a temas “imprácticos” como la literatura, la filosofía y las bellas artes.
Entretanto, en Hong Kong, Singapur y China se alzan voces favorables a extender los programas universitarios para que los estudiantes tengan acceso a una educación general amplia, con la esperanza de que los graduados sean más propensos a experimentar e innovar. Por ejemplo, la Universidad de Hong Kong agregó un año más a sus programas de grado de tres años.
Pero estas visiones estrechas y economicistas no tienen en cuenta las cuestiones de valor más amplias a las que se enfrentan las sociedades de todo el mundo. Es cierto que, en el futuro, el progreso en cualquier campo (desde el comercio y las comunicaciones a la salud y las ciencias del medioambiente) dependerá cada vez más de la innovación tecnológica y, por ende, de las habilidades de alto nivel que la impulsan y que se obtienen a través de la formación técnica intensiva.
Pero también es cierto que esa formación no ofrece una base adecuada para encarar las cuestiones más abstractas, pero de profunda importancia, que en definitiva deben guiar la formulación de políticas y la toma de decisiones en todo el mundo. Por ejemplo:
· ¿Cómo conciliar el imperativo del desarrollo económico con la necesidad de limitar el cambio climático?
· ¿Qué significa la soberanía nacional en un mundo donde enfermedades, contaminantes y terroristas cruzan las fronteras sin impedimentos?
· ¿Hay derechos humanos universales que trasciendan las visiones conflictivas de diversas tradiciones culturales?
· Dados unos recursos limitados, ¿cómo distribuirlos para ofrecer oportunidades y esperanzas a los jóvenes y, al mismo tiempo, un trato digno y respetuoso a los ancianos?
· ¿Cuáles son las obligaciones de los países respecto de los refugiados que huyen de la persecución, la pobreza o el conflicto en otros países?
· ¿Cómo equilibrar la libertad individual con la seguridad colectiva?
Es cierto que la respuesta a estas cuestiones dependerá sobremanera de los avances en ciencia y tecnología (por ejemplo, las nuevas formas de producción de energía, vigilancia o aprendizaje a distancia). Pero las soluciones meramente técnicas no alcanzan a resolver los problemas éticos o morales, ya que estos también demandan una comprensión de la herencia social y cultural de la humanidad. La ciencia puede ayudarnos a conseguir la vida que queremos, pero no puede decirnos qué clase de vida merece quererse.
En resumen, ambas partes del actual debate educativo tienen algo de razón. Las futuras generaciones, puestas frente a una problemática humana cada vez más compleja que planteará arduas cuestiones éticas, necesitarán, como nunca antes, la enseñanza tanto de las ciencias como de las humanidades.
Felizmente, están apareciendo nuevos modelos que prometen transformar la educación en algo más coherente y abarcador. La Universidad Yale y la Universidad Nacional de Singapur han establecido en forma conjunta Yale-NUS, la primera universidad de Singapur con orientación a estudios generales. Dirigida por un académico de las letras y un astrónomo, esta nueva universidad residencial busca eliminar las fronteras interdisciplinarias y permitir a los estudiantes aprender mediante la interacción mutua. Asimismo, la Universidad Quest de Canadá alienta a los estudiantes a aplicar a los problemas más acuciantes de la actualidad el conocimiento científico y el humanístico.
Iniciativas similares existen hace años en Estados Unidos. Por ejemplo, el programa Benjamin Franklin de la Universidad del estado de Carolina del Norte (un emprendimiento conjunto de la Facultad de Ingeniería y la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales) busca “formar profesionales completos, con capacidad analítica para la solución de problemas, visión ética para la toma de decisiones y eficacia para la comunicación”. Por desgracia, la mayoría de estos programas carecen de la visibilidad y la influencia necesarias para servir de modelo a reformas educativas.
Es hora de abandonar el discurso binario que opone las ciencias a las humanidades (oposición que hace ya más de medio siglo el químico y novelista británico C.P.Snow señaló como un obstáculo al progreso humano). Es hora de buscar ejemplos de iniciativas que tiendan puentes a través de ese supuesto abismo y aplicar esos ejemplos a gran escala.
En la importante tarea de adaptar las instituciones educativas a las exigencias del futuro, no debemos perder de vista cuál es su misión principal, tal como se la articulaba en el pasado. Nadie expresó esa misión tan bien como Benjamin Franklin, hombre de letras, científico e inventor, que definió la educación como la búsqueda del “verdadero mérito”.
“El verdadero mérito,” escribe Franklin, consiste en “una inclinación a servir a la humanidad, al país, a los amigos y a la familia, sumada a la capacidad de hacerlo; capacidad que (…) se adquiere o acrecienta en gran medida por la enseñanza verdadera; y que, por tanto, debe ser la meta suprema y el fin de toda enseñanza”. Un ideal que deberíamos renovar con cada nueva generación.
Andrew Delbanco, director del Programa de Estudios Americanos de la Universidad de Columbia, es autor del libro College: What it Was, Is, and Should Be (Qué fue, qué es y qué debería ser la universidad). © Project Syndicate.