Creo que quien se va, si realmente se va, no vuelve, y si vuelve, es porque en realidad nunca se fue del todo. El verdadero viaje desestructura al que partió, y por tanto, el sujeto inicial no puede volver porque ya no existe. Llegará otro, pero no hay retorno. No hay vuelta atrás. Quien se va, no vuelve, y si vuelve, no se fue, para decirlo epigramáticamente.
De ires y venires tratan dos novelas de autores costarricenses leídas recientemente, una del reconocido narrador Uriel Quesada, Mar caníbal, y otra de Roxana Pinto, Ida y vuelta, las dos del 2016 y publicadas por Uruk. En ambas novelas, desplazamiento y conocimiento van juntos, es decir, no es el moverse superfluo y consumista de nuevos escenarios, sino el tropismo externo o interno, tropismo como movimiento automático hacia la luz vital, a la manera de Nathalie Sarraute, en que para sobrevivir hay que conocer(se), y esto supone ir de aquí hacia allá, siempre más allá, cruzar al otro lado, contorsionarse, aunque las raíces de los pies sigan aferradas al suelo natal.
Entre los conocimientos que supone la novela de Quesada está el de la identidad sexual del personaje joven, que, junto con su madre, pasa de Cartago a Limón, y ni siquiera a Limón puerto, sino apenas a uno de sus hermosos pueblillos costeros.
La trama familiar lo lleva de las brumas cartaginesas al vaho seminal de la costa caribeña (de Caribe deriva caníbal, de aquí el título). En un ir y venir narrativo entre las dos provincias, entre el presente y el futuro de quien reconstruye sus recuerdos, entre el joven gay incipiente y el viejo homosexual de la generación anterior (sin duda el personaje más interesante de los dos, y casi que de toda la galería presentada), es en este penduleo desde donde se construye la novela. Interesante esta conjunción de dos provincias tan contrastadas: una, corazón histórico del país; la otra, periferia cultural que se ha ido moviendo al centro, en un proceso de integración.
Doble pájaro al que Uriel le atina con solo un tiro narrativo (¿de corrección política?): el tema gay y la negritud, en pequeña saga familiar, aunque la última quede reducida más al ambiente que a una problemática real.
En París. La novela de Pinto se mueve distinto. Aquí la dirección es más clara y va de dentro hacia fuera, de San José a París. El sujeto que cuenta es otro, es mujer, y se ha ido al extranjero para estudiar, donde se ha quedado por más de una década, en buena medida para justificar y entender las fotos de su difunto padre en París, durante su juventud.
En el fondo se fue en busca de un fantasma, y ella misma se fantasmizará recorriendo incesantemente las calles de un París que nunca le revelará el secreto, en errancia infructuosa por galo laberinto. ¿Triunfará el minotauro paterno o el Teseo con faldas? Cuando encuentra el amor, rápidamente lo pierde, como vapor entre sus manos, fantasmizado, y entonces retorna a San José, y, en este giro, reencuentra su amor, en su propia casa.
En realidad, ella nunca se fue; dio una vuelta al mundo en busca del padre, y encuentra al amado en su propio hogar solo cuando retorna.
Otra historia. Con el jovencillo cartaginés de Quesada la cosa es distinta. Ya uno intuye desde el inicio que se irá y no volverá a su terruño (tal vez temporalmente para recoger algún fragmento de sí, perdido en el pasado), tal como lo indica su propia voz cuando habla desde su tiempo futuro, que es nuestro presente de lector.
Si aquel quiere hablar, y no quedarse callado como el gay viejo de la historia, ha de hacerlo desde fuera, desde donde es posible pronunciar palabra y no enmudecer como el sumiso Natalio Rojas, aunque este tenga sus gestos de rebeldía social (los novios ocultos, la resistencia a la presión matrimonial), los que sin embargo no impactan socialmente por falta de un discurso identitario explícito y en voz alta.
Se está en los años setenta, en tiempos antes del sida, pues luego nos enteramos, en un salto temporal, que uno de los personajes muere de esa enfermedad. Por cierto, la contención sexual en esta novela es notoria, incluso en escenas que ameritarían más descripción erótica, como el encuentro de los dos jóvenes en la playa. ¿Pudibundez cartaga? En cambio, el texto de Pinto es un poco más explícito al respecto.
En esta otra novela, a pesar de que se trabaja con dos ciudades, en realidad es París la que tiene un papel primordial, la que es descrita en detalle, nombrada por calles y plazas, la que deslumbra a la paseante en el laberinto urbano.
San José, a pesar de que es origen y final, es poco descrita, poco nombrada, apenas unos cuantos lugares de cualquiera conocidos, pero sin mayor detalle, y esto bien podría haberse ampliado, a pesar de la obvia diferencia entre las ciudades; bastaba con conocer mejor la propia ciudad, más allá de los lugares emblemáticos, recorrer otros pasajes y calles, seguramente no tan glamorosos como los de París, pero igual de representables literariamente y mucho más cercanos y queridos.
Por su parte, la novela de Quesada tampoco apuesta a la descripción detallada de los ambientes locales: el villorrio limonense se parece a cualquier pueblo de la costa caribeña, sin mayor especificidad, y en cuanto a Cartago, no se le saca punta a sus posibilidades descriptivas. En ambos casos, la descripción de lo nacional se elabora poco, quizá porque los autores suponen que sus lectores ya lo conocen. Y sin embargo, la descripción no es un listado de rasgos por todos compartido, es, o debería ser, un nuevo encuadre de lo conocido, de forma tal que se vuelva distante y enigmático.
En estas dos novelas los vaivenes geográficos no obedecen a poses de cosmopolitismo trasnochado, o a alardear sobre cuánto mundo se conoce. Se basan más bien en las realidades vitales de los escritores que, por sus condiciones de vida, por su biografía, se mueven en un mundo más amplio y matizado que nada más el propio país.
Vale mucho la pena leer estas nuevas novelas costarricenses como las de Uriel Quesada y Roxana Pinto, y así refrescar anquilosados enfoques sobre lo que está siendo nuestra literatura actual, la que, pese a descuidos, ignorancia y prejuicios, sigue creciendo fuerte y variada en un jardín de libros que muchos desconocen.
El autor ese escritor.