Cuando llegamos al Ministerio de Justicia, hace poco menos de 24 meses, tomamos la decisión de, por la crítica situación penitenciaria cuyos niveles de hacinamiento eran inasumibles y teniendo como respaldo órdenes de los jueces de ejecución de la pena y de la Sala Constitucional, hacer un traslado adicional de privados de libertad a los regímenes de confianza.
Así, el Instituto Nacional de Criminología dictó dos circulares y fueron reubicadas unas 1.500 personas, de las cuales menos de 60 regresaron a prisión por cometer nuevos delitos. Una medida con aproximadamente un 96% de éxito.
Entonces, se nos acusó de dos cosas: de poner en riesgo la seguridad con una medida inédita e irresponsable y de negarnos a construir más infraestructura por algo así como una especie de mantra ideológico en contra de la cárcel como mecanismo de control social.
Respecto a la primera imputación, explicamos que el régimen de confianza existe desde 1970 porque forma parte de un sistema penitenciario en democracia. Para poner por caso, en el gobierno anterior (2010-2014) fueron trasladadas de modalidad cerca de 7.000 personas, y en el periodo 2002-2006, unas 2.500 (cuando, por cierto, la población penal era de poco más de 7.000, la mitad de la que tenemos hoy atiborrando nuestros centros penales). De inédito, nada; de irresponsable, menos.
En cuanto a la segunda acusación, dijimos, entonces, que se estaban construyendo tres centros penales. Que había que tener paciencia y que, a pesar del notable esfuerzo de Cristina Ramírez por acelerar las construcciones al inicio de esta administración, porque del 2012, cuando se aprobó el préstamo con el BID, al 2014 nada se había avanzado, obras de estas dimensiones (10.000 metros cuadrados, por ejemplo, la de San Rafael) requerían tiempo.
Construcciones nuevas. La semana antepasada, con un innovador modelo de atención, comenzaron a funcionar las Unidades de Atención Integral (UAI) Reinaldo Villalobos Zúñiga, en Alajuela, y Pabru Presberi, en Pérez Zeledón, y, en un par de meses, la 20 de Diciembre de 1979, en Pococí.
Nunca hemos ocultado dónde estamos situados ideológicamente, son muchos años dedicados al estudio del sistema penal como para, por cálculos políticos, negar nuestro enfoque y nuestras convicciones.
Por ello, ahora cuando nadie podría decir que este gobierno no quiso construir espacios carcelarios, pues se habrán abierto tres centros penales nuevos –cuando el último había sido en 1999– es un buen momento para reorientar el debate.
Hace unos días, The Economist, revista poco sospechosa de subversiva, publicó una serie de artículos sobre cómo los costos de la prisión son útiles en los casos de mayor violencia. Que en el momento cuando se disparan las poblaciones penitenciarias el encierro genera más inseguridad y sus efectos criminógenos se elevan también.
Pobres en las cárceles. No hay un solo argumento racional para defender el uso que de la prisión se ha venido haciendo en el país en los últimos 25 años de manera indiscriminada. La evidencia empírica es abrumadora.
Con el ritmo de encarcelamiento de personas pobres que lleva Costa Rica, la situación solo se irá agravando porque la inmensa mayoría de los privados de libertad no son sicarios, ni depredadores sexuales, ni grandes traficantes de drogas a quienes haya que apartar del conjunto de la sociedad por su peligrosidad. La mayoría son pobres. Por más que estemos dispuestos a pagar con nuestros impuestos los ¢3.000 millones al año que, según indicaba La República costará mantener la nuevas UAI –sin incluir la cancelación del préstamo–, no será suficiente.
Hay que redefinir el modelo punitivo. Allí está la clave. El proyecto de ley 20.020 de penas de utilidad pública está en la Asamblea Legislativa, fue votado unánimemente en comisión por diputados de casi todos los partidos. Aprobarlo supondrá un cambio crucial, pues significa sancionar a quienes cometen, por primera vez, delitos no violentos con trabajos comunitarios.
De lo contrario, las cárceles seguirán siendo reproductoras de más exclusión, más violencia y más inseguridad.
Sé que entramos en una campaña electoral y la tentación de simplificar algunos problemas es un riesgo, apelar a las emociones antes que a la racionalidad es, desde luego, un escenario posible. Sin embargo, estoy convencido de que la sensatez y la responsabilidad de los grupos políticos representados en el Congreso son también la esperanza de que al finalizar nuestra gestión, tanto en el Poder Ejecutivo como en el Legislativo, habremos contribuido en el diseño de una sociedad más inclusiva.
El proyecto 20.020 coloca al país en el camino no solo correcto, sino también imprescindible para hacerlo, al menos parcialmente, desde el sistema penal.
El autor es viceministro de Justicia.