El acontecimiento que la Navidad conmemora lleva inmerso el profundo mensaje de la dignidad humana: un principio constitucional cardinal.
El concepto de la dignidad es asombrosamente novedoso. De hecho, a excepción de lo que sucedía en la antigüedad con el pequeño pueblo de Israel, el concepto de igualdad humana no era practicada por el mundo antiguo.
Quien visite los centros histórico-conmemorativos de la ciudad de Filadelfia verá allí el texto de la declaración de independencia estadounidense redactada por Jefferson.
Aunque ya había estudiado aquella hermosa redacción, al apreciar la edición tan antigua, me detuve en la afirmación de Jefferson, según la cual el hecho de que “todos los hombres son creados iguales” es “una verdad evidente”.
Si bien es cierto para un occidental moderno –como lo fue él–, la idea de la igualdad era una verdad evidente, en el pasado no lo fue así en lo absoluto.
Durante la mayor parte de la historia, lo natural fue la idea de la desigualdad, pues lo que resulta evidente a los sentidos, es que poseemos distintos atributos. Somos indudablemente diferentes en aspectos como talentos, perseverancia, energía, capacidad económica, atributos físicos y un largo etcétera.
En la antigüedad, por la evidente desigualdad material del hombre, el ser humano no era sujeto sino objeto. Podría citar mil ilustraciones de ello. Por ejemplo, el hombre era objeto o posesión del poder político.
De ahí que, aún en las polis grecolatinas, en caso de situaciones como la guerra, el Estado disponía tanto de las haciendas como de sus súbditos. Los ciudadanos eran objetos del poder.
El grado de potencia y capacidad de las personas era tan valorado que una costumbre usual en la antigüedad clásica era abandonar a los incapaces a su suerte. Por ello mismo, la razón por la que los gladiadores derrotados eran usualmente asesinados en la arena se debía precisamente a la idea de que tanto la debilidad como la desigualdad eran socialmente despreciadas.
Carácter espiritual. Ahora bien, si la desigualdad de los seres humanos parece tan evidente, ¿por qué razón la igualdad, para esa generación de occidentales, ya era una verdad indudable?
La respuesta es que, durante siglos, había calado en la cultura occidental el mensaje de la Navidad. La igualdad humana a la que se refería Jefferson no era igualdad material, sino el concepto que impulsó consigo la buena nueva navideña, que es de naturaleza y carácter espiritual.
Ciertamente, la desigualdad física y material de los hombres es evidente, pero esta, sin embargo, es compensada con la portentosa idea de que somos iguales en tanto hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. Tal concepto espiritual originalmente surgió en la cultura hebrea.
Buena parte de los eruditos coinciden en ubicarla en las tradiciones orales del segundo milenio anterior a nuestra era. Si bien es cierto el pueblo judío fue el primero en practicar la noción de igualdad espiritual y moral del hombre, por varias razones sabemos que su mayor impacto lo provocó el mensaje de la Navidad.
En primer término, porque es gracias a ella que este concepto es propagado al resto de los gentiles. A partir de allí, se consolidó para el hombre moderno la convicción de que el ser humano no es el resultado del azar absurdo e incauzado, del capricho, o de la sinrazón, y por ende, que en toda persona humana hay un sentido de propósito.
Además, lo que el mensaje de la Navidad sostiene es que, por cuanto somos dignos, ameritamos ser redimidos, que es la razón por la que Dios se encarnó con un propósito redentor. Así pues, gracias a tal idea, el mensaje de la Navidad confirma en Occidente la convicción de que el ser humano posee dignidad.
Por el contrario, en el Oriente Medio, dicha idea no se ha concebido tal como la comprendemos los occidentales. Entre otras razones porque para el islam era inconcebible, y sigue siéndolo, la idea de que Dios se hiciera hombre y se rebajara a nuestra condición.
Aún más, a excepción de Séneca, los escritores grecolatinos antiguos insistían en la separación absoluta e infinita entre Dios y los hombres, abandonando al ser humano en una situación de lamentable postración.
Valor individual. Ahora bien, ¿cuál es el fenómeno físico o natural que nos traduce, a nuestra realidad material, el principio espiritual de igualdad moral y dignidad humana? ¿Por qué razón intuimos la grandeza de nuestro valor individual como personas? Intuyo la grandeza de mi valor porque soy genética y moralmente único.
El concepto de dignidad toma verdadera fuerza material al saber que, aun para quien vino al mundo con serias discapacidades o en situaciones de terrible desventaja, se es un ser único e inigualable, por su sola condición genética y moral irrepetible.
La imagen y las características físicas y morales que fueron definidas para mí, son solo para mí, y por ello sé que mi vida no es una absurda casualidad.
Para el ADN, uno de los intrincados recipientes en las que está contenida nuestra identidad única, el biólogo molecular e informático Leonard Adleman sostiene que, tan solo un gramo de él, ocupa alrededor de un centímetro cúbico y almacena la información en código de un billón de discos compactos.
El filósofo Anthony Flew resume el asunto de la identidad, en una expresión derivada de su observación científica del genoma: “Una casi increíble complejidad de estructuras, un ensamblaje de piezas extraordinariamente diversas; una enorme complejidad de elementos y una gran sutileza de formas en que cooperan, y en la que alguna inteligencia ha debido participar para darnos identidad y producir vida”.
Sin duda, maravillas moleculares que nos dan algunas pistas sobre la dignidad especial con la que todos contamos.
En esencia, la buena nueva de la dignidad humana es el trasfondo del gran mensaje que celebraremos a la medianoche del próximo 24 de diciembre.
Y aunque el heroísmo del mundo antiguo apreciaba el poder, celebremos el heroísmo que trajo la Navidad al mundo, y que nos ha enseñado a valorar, aún más que el poder, la verdad.
El autor es abogado constitucionalista.