Avisados estamos. Palabras del diputado cristiano Gonzalo Ramírez, anteriormente “mano derecha” del actual candidato del Partido Liberación Nacional, Antonio Álvarez: “Dios tiene el poder de llevarnos ahí para que nosotros como Iglesia ejerzamos gobierno” ( La Nación, 26/6/17). Es el actual presidente de la Asamblea Legislativa, un pastor evangélico.
La Constitución Política exige ser del estado seglar a otras altas autoridades (presidente, ministros, jueces), prohibición que, lamentablemente, no incluye a los candidatos a diputados.
Sala IV y clérigos. Para colmo de incongruencias, a inicios de la actual administración la Sala Constitucional avaló a un ministro que ejercía como obispo de cierto credo protestante. Es aberrante cuán tenue parece ser para la Sala la necesaria línea de separación entre el poder político y el superpoder ideológico representado por las distintas religiones.
Si en el pasado constitucional se vio la necesidad de delimitar sus esferas de acción, prohibiendo al clero católico acceder a altos cargos estatales, fue por la experiencia histórica propia y mundial que demostraba cuán ominoso puede ser para una sociedad cuando los jerarcas de un credo religioso se hacen también con el poder político.
Las cosas han cambiado hoy con la existencia de una sociedad costarricense más diversa y numerosa en lo religioso. Sobra decir que para evitar venideros conflictos entre todos esos grupos y amenazar la cohesión social, el Estado costarricense debe generalizar la prohibición constitucional a todo clérigo, independientemente del credo religioso que ejerza y propugne: otra razón más para establecer pronto el Estado laico.
Religión y sociedad. Durante gran parte de los dos siglos anteriores, el exagerado poder de que disfrutó la Iglesia Católica permitió una Costa Rica en la que no ser católico era carecer de derechos fundamentales: no había Registro Civil, por lo cual dicha Iglesia controlaba todo, de la cuna al osario; la inhumación en un cementerio era inaccesible para todo aquel calificado de “hereje” o aun para católicos muertos en circunstancias “anormales” (sin confesión, en “concubinato escandaloso”, suicidas, etc.); el único matrimonio válido, respetable, era el católico y el civil, ya legalizado, era muy mal visto. Y de divorcio, nada; ni pensar siquiera en la existencia de la figura legal de las parejas heterosexuales de hecho, como ahora.
Los hijos “válidos” para todos los efectos eran solo los habidos en el matrimonio bendecido por la Iglesia: los otros eran los “ilegítimos”, los “naturales” o, muy groseramente, los “bastardos”.
Con el tiempo, llegó el cambio: no por iniciativa de la Iglesia misma, sino por la sociedad civil, por ella misma o por influencia extranjera, conforme la doctrina de los derechos humanos fue extendiéndose por todo el orbe.
Vuelta al pasado. El punto cardinal que guía los dichos y acciones de los pastores evangélicos es la idea de que el poder político de los gobernantes proviene de Dios. Esto es abonarse a tiempos no tan remotos en los que papas, reyes y emperadores se legitimaban con ese argumento, hoy totalmente desacreditado.
Partir de ahí es borrar de un plumazo la doctrina jurídica consagrada desde la época de la Ilustración, que tiene en el pueblo, y solo en él y sus representantes legítimamente elegidos, la fuente de todo poder.
Por otra parte, los pregonados principios y valores bíblicos –propios de una sociedad de pastores bárbaros y analfabetos–, poco o nada tienen de aplicables a las sociedades profundamente humanizadas y pensantes surgidas después de la larga modorra medieval apadrinada por el cristianismo.
Ridículo mundial. Basta de publicitarnos en el extranjero como país respetuoso de los derechos humanos. Es una vergüenza ponernos a derecho solo cuando recibimos una reprimenda por parte de una corte internacional, como en el caso de la fecundación in vitro.
Ya es hora de actuar positivamente en relación con los avances mundiales en muerte digna, aborto terapéutico, matrimonio igualitario y Estado laico, por citar algunos ejemplos.
Las autoridades nacionales (especialmente el Congreso y la Sala IV) deben cesar de pasarse la “papa caliente” y mostrar la autoridad e independencia del Estado frente a fundamentalistas religiosos empeñados en una vuelta imposible a un pasado… mejor olvidado.
El autor es ensayista.