Una biblioteca es muchas cosas: un santuario, un ejército, una familia, un templo, un mundo, una ventana a todos los mundos concebibles, un tesoro, un museo, un cementerio, un confesionario, una jungla, un refugio, una posada tibia y acogedora, un monumento, una armada de amigos prestos a escucharnos, un laboratorio del pensamiento, una patria, un huerto y, por encima de todo, el más bello de esos cielos terrestres cuya existencia ignoramos.
¿Añadiré una definición más? Sí, lo haré, porque, desde mi perspectiva vital, me parece absolutamente exacta: una biblioteca es una mujer. ¿Por qué? Tengo mis razones para decirlo, créanme que son honestas y vivencialmente correctas. No es este el lugar para las infidencias, así que ahí dejo mi símil.
El cretino que quemó la biblioteca de Alejandría fue, a un tiempo, genocida, bibliocida, mnemocida, historicida, cronocida, cartograficida, ecumenicida… La historia debe aprender de este gesto cuán frágil y vulnerable es el culmen del espíritu humano ante la malignidad del más oscuro, anónimo e insignificante mediocre de este mundo.
Todo Homero, Dante, Shakespeare, Hugo, Beethoven, Monet y Picasso, en la gloria de su fama imperecedera, no se van a defender de una banda medianamente organizada de resentidos e incendiarios de ínfima estofa.
La quema de la biblioteca de Alejandría debe ser recordada, en esencia, como el modelo del fracaso de una civilización para proteger su patrimonio: es un tema trágicamente actual.
El autor es pianista y escritor.