América Latina llevará a cabo 12 procesos electorales presidenciales en los próximos dos años: Costa Rica, Paraguay, Colombia, México, Brasil, y quizá Venezuela, asistirán a las urnas en el 2018, y Bolivia, Argentina, El Salvador, Panamá y Guatemala lo harán en 2019.
Candidatos, presidentes y expresidentes vinculados con los sobornos de Odebrecht en Brasil, Colombia y Panamá; gobernadores relacionados con los carteles de la droga y el lavado de dinero en México; o funcionarios y partidos vinculados a un supuesto tráfico de influencias en la apertura del monopolio del cemento en Costa Rica, son solo una muestra de los numerosos escándalos de corrupción política que han generado un clima de decepción preocupante en las ciudadanías de cara a las elecciones.
Transparencia Internacional (2017) señala que 6 de cada 10 personas en América Latina y el Caribe piensan que la corrupción en su país ha aumentado en los últimos 12 meses, con percepciones especialmente críticas en Venezuela, Chile y Brasil.
Esa situación nos obliga necesariamente a hacernos las siguientes preguntas: ¿Tendrá el panorama de corrupción existente efectos en los resultados electorales que se avecinan? ¿Fungirán las elecciones como mecanismos de penalización política para los candidatos o partidos cuestionados?
Como adelanto, las investigaciones sobre la materia alertan de dos posibilidades: la baja sanción política a candidatos o partidos cuestionados y el alto abstencionismo. Pero lejos de cuestionar la efectividad de las elecciones como mecanismo de rendición de cuentas vertical contra la corrupción, el objetivo aquí debe ser empezar a confrontar nuestra actitud con respecto al proceso y resistir a la escapista idea de no emitir el voto.
Los efectos. La evidencia muestra que la desafección ciudadana por el factor corrupción, exclusivamente, no ha mostrado tener efectos categóricos sobre los resultados electorales, por tanto es factible esperar que en las próximas elecciones de la región, el apoyo a los candidatos o los partidos cuestionados no se reduzca significativamente por el descontento con este fenómeno.
A pesar de que las investigaciones sobre el comportamiento del voto en contextos de corrupción señalan que este flagelo puede afectar los resultados electorales por la migración de votos a otros candidatos, se ha demostrado que ella no es capaz de alterar de forma sustantiva el resultado de la elección, o la elección o no de partidos o candidatos en cuestión.
Y es que el voto en coyunturas de corrupción, como en otros casos, no es monocausal, y en la decisión entran en juego diversidad de factores como, por ejemplo, la afiliación ideológico-partidaria o el grado en que diversos sectores se beneficien de los actos ilícitos cometidos.
España es un caso emblemático en este último sentido, donde se demostró que a pesar de los múltiples escándalos de corrupción en que incurrieron los gobiernos municipales entre los años 2007 y 2011, los munícipes implicados perdieron en promedio solo un 1,8 % de los votos con relación a los no involucrados, probándose, además, que mientras los candidatos cuestionados cuyos actos no se materializaron en beneficios para un amplio espectro de los individuos en sus jurisdicciones vieron sus apoyos afectados en un 4,2 %, aquellos que sí multiplicaron los beneficios de los actos ilegales vieron sus resultaron intactos.
Abstencionismo. Es posible que se dé una reducción de la participación ciudadana en los próximos procesos electorales, pues el abstencionismo tiende regularmente a incrementarse conforme la corrupción aumenta por causa de la desilusión y pérdida de credibilidad en las autoridades e instituciones políticas.
Este aumento sucede particularmente en países donde la corrupción política es percibida negativamente, pero donde el nivel de corrupción es aún bajo o mediano, probablemente porque, a diferencia de contextos de alta corrupción, las mayorías no han sido aún absorbidas por una cultura sociopolítica que normaliza lo ilícito o que las convierte en elemento clave para la retroalimentación de los ecosistemas de corrupción.
Pero es precisamente al abstencionismo a lo que debemos oponer resistencia. Si los datos nos enseñan que existe la posibilidad de que las autoridades o partidos cuestionados obtengan el apoyo incondicional de aquellos partidarios leales (a pesar de la desafección partidaria creciente en la región), o bien de aquellos sectores que se benefician de las redes clientelistas, es imperativo votar y quitar la decisión final de las manos de los reproductores del sistema.
Esta participación será especialmente importante para evitar que la baja asistencia a las urnas favorezca la elección de líderes o partidos deshonestos que llegan al poder con escasas mayorías, o bien, en contextos de elecciones reñidas. ¿Por quién votar? Ese es otro tema.
La autora es politóloga.