El Dr. Michael Stone es un psiquiatra forense de la Universidad de Columbia que desarrolló una escala de veintidós niveles para medir la magnitud de la maldad humana. Su trabajo fue popularizado al castellano con la incorrecta traducción de “índice” de maldad, siendo una “escala” lo que en realidad elaboró.
Niveles de ignominia. Pues bien, en materia de liderazgo público también existe una escala mediante la cual es posible medir el grado de iniquidad de la clase política. Y ahí son tres los niveles de ignominia identificables:
En el primero, el más básico, encontramos al funcionario cuya transgresión consiste en la comisión de actos aislados o que ejecutó en solitario. En su cometido no implica a nadie más, ni urde ninguna asociación al defraudar las normas que juró resguardar. Lo que afecta, esencialmente, es su propia conciencia.
El segundo nivel se alcanza cuando el jerarca, en su despropósito de transgredir el sistema, corrompe almas ajenas. Seduce a sus cómplices, engendrándose así un subrepticio acuerdo para violentar ya sea el principio ético o la norma de la que era depositario. Cuando la transgresión es descubierta, sale lo oculto a la luz y, con ello, la caterva de involucrados: tanto los tentados como los tentadores. En dicho segundo nivel de corrupción están los típicos escándalos con fondos públicos que son tan usuales en todas las sociedades abiertas.
Sin embargo, en la escala de la iniquidad del liderazgo político, existe un tercer grado. Es el más peligroso. Implica una trama mucho más sutil y, por ello, es el grado más censurable. ¿En qué consiste dicha máxima magnitud? En la utilización de la influencia que otorga el poder y en una manipulada instrumentalización de la ideología –redirigiendo y transmutando el sistema de normas y valores que los líderes juraron resguardar–, todo con el objetivo de obtener y conservar mayor poder.
Y ¿por qué es más subrepticia y, por tanto, execrable? Porque se aprovecha del poder y de la manipulación ideológica para transmutar la ley en su favor, sin transgredirla en apariencia. Y, al hacerlo, la pervierte. Requiere de la solapada complacencia o de la complicidad de un estamento en busca del poder, devaluando así el futuro de los valores constitucionales de la nación, su régimen de libertades, y el sistema legal y democrático que la resguarda.
Acumulación de autoridad. Por ello, el grado superior de corrupción política no radica en la transgresión de la ley, sino en la redirección de ella con el propósito de acumular y concentrar autoridad. Se trata de desviar el fin moral correcto del sistema jurídico, a fin de redirigirlo en favor propio. Es el abuso de la influencia política dirigido a implementar cambios constitucionales y normativos que estimulen y faciliten la concentración de cada vez mayores cotos de fuerza en la camarilla de poder. Es la descomposición de las tradiciones democráticas de una nación, con el objetivo de que quien ostenta la autoridad acumule aún más señorío del que goza.
¿Por qué la excesiva confianza en algunos de que algo así nunca nos puede suceder, si escribo acerca de algo de lo cual la historia es pródiga en ilustraciones? En los períodos dominados por conductores acostumbrados a estas prácticas –etapas que son ciénagas y bajíos para los pueblos–, generaciones enteras de promesas políticas se ven condenadas a una disyuntiva: ser cortesanos genuflexos para participar de las migajas del opíparo festín o, por el contrario, tomar el rumbo moralmente altivo. Si deciden por el camino correcto, se convierten en proscritos de la sociedad.
Esto, por ejemplo, lo experimentan en carne propia Leopoldo López y María Corina Machado. El primero está en la cárcel. La segunda fue expulsada del Parlamento. Ambos, perseguidos por el régimen de Nicolás Maduro a raíz del pecado de exigir el retorno de la democracia constitucional venezolana.
Las consecuencias de ello son lamentables para la salud moral de las repúblicas, pues al tejido social le lleva decenios regenerar las tradiciones democráticas destruidas por la idiosincrasia despótica y la política cortesana.
Identidad de valores. Hasta la saciedad, la experiencia nos demuestra que los pueblos que se han derrumbado son aquellos que han distendido sus convicciones comunes y la identidad de valores que forjaron su destino. En tiempos difíciles para Gran Bretaña, Edward Gibbon escribió una obra esclarecedora que ilustraba la decadencia y caída del Imperio romano. En ella señalaba lo grave que es para las sociedades abdicar a la identidad de su código común de virtudes. Y, aunque el argumento de la libertad es al que usualmente se apela cuando se promueve el relajamiento de los consensos sociales, ello es un espejismo.
Cuando la libertad es avasallada, subordinándola exclusivamente en función de los apetitos, esta degenera en libertinaje, madre del cinismo, de la demagogia y, finalmente, del despotismo. Y lo censurable del cinismo no radica en el hecho de que sus argumentos carezcan de sustento lógico, pues algunas veces lo tienen, sino en la subrepticia intención de destruir la esperanza que combate por lo que es ideal como bien supremo: lo más valioso que poseen los que luchan.
Las sociedades libres no caen por los obstáculos y adversidades que enfrentan. Etnias y naciones se han sostenido frente a adversidades inimaginables; asidas únicamente a la colectiva lealtad a su identidad de valores comunes y a la esperanza trascendente.
Vencer el despotismo. Cuando años atrás Jean Francois Revel insistía en sus temores de que las sociedades abiertas caerían frente a la amenaza del totalitarismo estalinista, los hechos demostraron lo que ya la Segunda Guerra Mundial había probado: que las sociedades libres aferradas a sus convicciones pueden confrontar y vencer al despotismo, tal como sucedió frente al horror nazi. Por eso, no es un impedimento que evite la derrota del despotismo, cuando este ostenta poderío tecnológico y material. Asimismo, si una sociedad libre goza de ellos, tampoco es garantía de que, al poseerlos, ella no degenere, pues lo esencial no es la potencia material de la autoridad, sino su fuerza moral.
De ahí que la mayor de las carencias de una nación es que, en circunstancias relevantes, se encuentre ayuna de consensos básicos respecto de sus valores y ayuna de quienes los inspiren. Más que desobedecer la ley, nada es más grave que desvirtuarla, pues tal es el camino de los despotismos.
Me viene a la memoria José Saramago, cuando, en el diario español El País , refiriéndose al primer ministro Berlusconi, le espetaba, indignado, que su mayor pecado “no es que desobedezca las leyes sino, peor todavía, que las mande fabricar para salvaguarda de sus intereses…”.