Nos aprestamos a celebrar la Navidad. George Stevens la definió como la más grande historia jamás contada. Ante ella, en dos milenios, el hombre no ha podido permanecer indiferente. El mundo moderno la asume como un tiempo de socialización, esparcimiento y consumo. Al fin y al cabo, para muchos la vida es “lo bailado”. Y ello es comprensible. No sea que se me responda lo que dijo Descartes al conde de Lamborn, hombre famoso por su simpleza e indiscreción, cuando este le reclamó al filósofo su afición por los manjares: “¿Acaso hizo Dios estos deleites para goce exclusivo de los tontos?”, contestó Descartes.
Mas siendo el nacimiento de Cristo lo que la Navidad conmemora, hay una perspectiva profunda para comprenderla: la Navidad es también escándalo. Así la definió san Pablo en su misiva a los fieles de Corinto. ¿O acaso no fue escandaloso para los judíos el hecho de que el grandioso y esperado Mesías naciera pobre y atribulado en el lugar destinado al descanso del rebaño?
Por eso Isaías lo advirtió cuatro siglos antes de su nacimiento: “El vendrá a ser santuario, pero piedra de tropiezo y roca de escándalo para ambas casas de Israel” (Isaías 8:14).
La nación de Israel esperaba al Mesías como rey potente y general invencible. Sin embargo, la Navidad no presentó a Dios encarnado como poderosa majestad, sino como el hijo de un humilde carpintero, entregado al mundo como siervo sufriente. De ahí que aquel mismo profeta había advertido que los caminos de Dios y sus pensamientos son inescrutables y siempre más altos que los nuestros. (Isaías 55:9).
Mensaje navideño. Ahora bien, ¿cómo comprender el mensaje que la Navidad encierra? Si bien es cierto en aquel momento dichos acontecimientos fueron insondables, ellos contienen una inmensa sabiduría. Escudriñemos porqué.
Lo primero que debemos afirmar es que el mensaje navideño se sustenta sobre el fundamento de que la existencia tiene propósito. O sea, implica aceptar que detrás de lo creado no está un irracional despropósito, sino el propósito; y, por ende, la razón.
Implica rechazar la noción de quienes afirman que todo lo que vemos fue resultado de la materia que por sí misma, y sin razón alguna para ello lo creó todo, incluidos la humanidad y el misterio de su consciencia.
Reconocer que la existencia tiene propósito es afirmar que lo razonable está en el fundamento mismo de todo lo perceptible. Es negar la posibilidad de que todo sea resultado del azar sin causa; rehusarse a creer que todo cuanto vemos es derivación del ciego albur.
En otras palabras, antes de cualquier otra conclusión, primero debemos decantarnos entre dos opciones: que lo existente es una portentosa suma de increíbles coincidencias autocreadas sin sentido alguno o, por el contrario, que esa asombrosa dinámica que nos dio vida fue resultado de una inteligencia preexistente.
Y, en este punto, está claro que incluso el azar puede ser usado y dirigido por la inteligencia superior con propósito ulterior. Es escoger entre la convicción de que lo razonable fue el origen de todo, o si, por el contrario, el sinsentido –la sinrazón alguna– fue lo que nos dio origen.
Yo me decanté por rechazar la noción de que nuestra propia razón sea un residuo que surgió de lo irracional. Y, así, lo que es razonable no debe renunciar a su primacía frente a lo que no lo es, pues incluso la información práctica colabora con el argumento del propósito.
De hecho, en 1982, el astrofísico sir Fred Hoyle afirmó, con base en cálculos matemáticos e información biológica, que “la probabilidad de que las formas superiores de vida hayan surgido de un azar sin causa es la misma de que un tornado ensamble un Boeing 747 con la chatarra abandonada en un patio”.
Amor como propósito. Pues bien, una vez que hemos acogido la convicción de que la vida tiene un propósito razonable, el segundo paso es reconocer que, lo esperable, es que la inteligencia creadora decidiera revelar el propósito de la existencia al ser humano.
Y, haciéndolo de una forma tan potente, que dicho evento partiera en dos la historia universal. Tal y como, precisamente, el mensaje de la Navidad lo ha hecho, ofreciéndonos la pista más portentosa sobre el propósito fundamental de la existencia: el amor; y, con ello, la Navidad impuso a la cultura universal un giro copernicano; Dios se hizo hombre con el propósito de servir y no para ser servido, dando su vida en pago por la libertad de todos los que acepten su sacrificio (Mateo 20:28).
Así, el mensaje de la Navidad es la historia de cómo llegó aquí –con disimulo– el verdadero Rey, convocando a los hombres de buena voluntad a la forja de un reinado superior. Y como sus pensamientos y caminos son más altos que los nuestros, él decidió revelarse a nosotros como servidor sufriente.
Por ello, cuando Elie Wiesel y Frank Boyce enjuician a Dios en su magistral obra God on trial, en su defensa sale el mensaje de la Navidad –con su pesebre y su cruel cruz–, recordándonos que incluso el mismo Dios, pese a su magnificencia infinita, se ofreció también en la participación del sufrimiento.
Por ello, la natividad es esencialmente un mensaje de solidaridad, libertad y esperanza. De solidaridad, porque el establo y la cruz implican que Dios, encarnado, decidió participar de nuestras miserias y limitaciones como víctima cardinal. De libertad, pues ella implica –por múltiples razones– las consecuencias del mal en todas sus manifestaciones, tanto el mal moral, como el natural.
Así se nos da una vía indirecta para apreciar el bien, pues quien sufre las consecuencias del dolor también descubre una vía para valorar el bien, lo que es imposible sin libertad.
¿O acaso amerita existir una realidad de seres creados que funcionen solo confortablemente, como máquinas autómatas? La libertad es necesaria, aunque con ella se infiltre la posibilidad del mal.
Dignidad humana. Asimismo, es gracias al misterio del nacimiento de Cristo que asumimos con alegría la revelación de la dignidad humana, el más portentoso concepto espiritual. Es la razón por la que es también un mensaje de esperanza, por ser uno de amor y salvación.
Al optar Dios por su sacrificio redentor, el amor en sentido cristiano, resulta una determinación de la voluntad y no de las emociones pasajeras. Al final, todo es una cuestión de humildad personal: aceptar o no su sacrificio redentor.
Por ello, durante milenios, el hombre no logra permanecer indiferente ante ese escandaloso desafío. Es una decisión de la voluntad, que debe ser abrazada desde el claroscuro de la fe… y de la humildad.
El autor es abogado constitucionalista.