En algunos sectores cultos de nuestra sociedad, últimamente hay una propensión a creer que para avanzar hacia el desarrollo debemos trasladarnos hacia una forma de gobierno parlamentaria.
La primera razón que esgrimen es que el Congreso se encuentra políticamente fragmentado y que un sistema parlamentario se adecuaría mejor a esa difícil realidad. La experiencia, sin embargo, refuta este primer argumento. Un ejemplo implacable es la actual situación del parlamentarismo español.
Como resultado de su atomización política, España tiene serios problemas de gobernabilidad, al punto que llevan meses sin poder armar gobierno.
El sistema parlamentario ibérico funcionó bien durante la época del bipartidismo, y no me atrevería a afirmar que es responsable de la actual crisis de fragmentación política española, pero la realidad es que, pese a tener un régimen parlamentario, la nación está paralizada.
Esto es así porque el disenso político es una circunstancia de la cultura, y nunca de la forma de gobierno. En un escenario de disenso político y de atomización del poder, no existe forma de gobierno que, por sí sola, resuelva los problemas de gobernabilidad.
Por el contrario, importantes pensadores como el asturiano Adolfo Posada sostuvieron en el pasado posiciones críticas contra el parlamentarismo.
Analistas de hoy lo secundan al afirmar que, lejos de colaborar en la salida, ese sistema ha contribuido a la incertidumbre durante estos meses en el que España no arma gobierno.
Están convencidos de que el parlamentarismo tiende a agravar la ingobernabilidad en escenarios políticamente fragmentados. Y la realidad, que es inmisericorde, les da la razón.
Igual ha sucedido en otras latitudes. Con su sistema parlamentario, en varias ocasiones, Italia ha debido sufrir meses sin formar gobierno, lo que la ha sumido en períodos de irritable estancamiento; la última crisis grave data del año 2013.
Experiencia práctica. El segundo argumento de quienes aspiran con la vuelta del parlamentarismo es que, en aquellas sociedades con profundas divisiones políticas, este modelo facilita la interacción, la negociación y la comunicación de sus fuerzas. Pero la experiencia práctica también desacredita este argumento.
Ejemplo de ello es Haití, nación que, pese a su régimen semiparlamentario, vive sumida en una situación de división, agitación y estancamiento político permanente. La fragmentación de las democracias no tiene su origen en el sistema de gobierno, sino en el estado cultural de las naciones. El problema es cultural, no estructural.
El tercer argumento invocado afirma que el parlamentarismo alcanzará el ideal de la democracia participativa. Esta tesis es igualmente equivocada, pues el parlamentarismo no calza con la nueva escena de la democracia participativa. Tanto el presidencialismo como el parlamentarismo son, absolutamente, instituciones de la democracia representativa, que es hija anciana de la edad moderna y de cuyo auge fue testigo la sociedad industrial que fenece.
Sea con regímenes parlamentarios o presidencialistas, el disenso político representa, por sí solo, una realidad crítica cuya existencia no se soluciona con la sustitución de un régimen de la democracia representativa, como lo es el presidencialismo, por otro régimen que es, igualmente, de la democracia representativa, como el parlamentario. Ambos son regímenes en donde el ciudadano delega su poder. No más.
El asunto requiere comprenderse desde otra perspectiva. La democracia participativa es un concepto novedoso. Es hija de la era digital del conocimiento, en donde el ciudadano, gracias a la inmediatez de la tecnología, participa cada día en la actividad de la polis de forma más directa e inmediata.
Así el parlamentarismo es, para la era digital, una institución del ancient régime. Propugnar por el regreso de los parlamentarismos es transitar en contravía de la historia. La etapa de la cuarta Revolución Industrial en que la humanidad actualmente entra, está forjando una democracia que tiende a poseer dos características básicas que no embonan con el parlamentarismo.
Por una parte, es una democracia que prioriza la toma de decisiones en lo local. Si hubiese que definirla con otra expresión, la podríamos llamar democracia de cabildos. Karl Loewenstein las denominó “directoriales”. En ellas el epicentro del poder es el escenario local.
La participativa es una democracia descentralizada, horizontal, local y reticular, tal como tienden a ser las organizaciones humanas de la actual era postindustrial.
Por el contrario, el parlamentarismo, como toda institución propia de la vieja edad moderna e industrial, es un sistema centralista y vertical.
Democracia digital. La otra característica básica de la democracia participativa es la inmediatez dinámica que la tecnología digital está permitiendo.
La democracia participativa es una “democracia digital”, pues, además de su naturaleza local, su naturaleza es también tecnológica.
Estoy convencido de que en los próximos años, conforme se popularice la cultura digital y avance el desarrollo de prácticas como la firma digital, la huella digital o el encriptamiento de datos y votos, entre otros, se implementará la consulta ciudadana permanente a través de prácticas novedosas como el cibervoto.
De hecho, tanto en Costa Rica como en otros países, el ejercicio del “gobierno digital” es ya una realidad en materias de particular gravedad, como lo son, entre otras gestiones públicas, las licitaciones, los concursos públicos, la inscripción jurídico-registral de empresas o la notificación y presentación judicial de escritos y documentos.
No se tenga duda de que también las consultas populares en materia de políticas públicas, constantes e inmediatas y por medios informáticos, serán una realidad en un futuro cercano. Así como hoy se impone un “gobierno digital”, las próximas generaciones verán una “democracia digital”.
Así las cosas, ante la posibilidad de una realidad participativa de tal envergadura democrática, ¿por qué invocar el regreso del parlamentarismo costarricense? Es convocar un aquelarre para invocar el espíritu de un muerto.
Y me refiero al “regreso”, pues en el siglo XIX Costa Rica vivió un breve período de parlamentarismo bicameral. Frente a las apremiantes necesidades de desarrollo estructural que entonces tenía el país, fue sustituido porque no operó bien en aquella realidad.
Advirtamos que pensar en el regreso de una institución como el parlamentarismo, es pensar en la vuelta de un modelo diseñado por la nobleza europea al final de la edad media. Un sistema forjado con el objetivo de enfrentar el poder de los reyes. Es volver a la carbolina en tiempos de penicilina.
El autor es abogado constitucionalista.