En los últimos meses se ha incrementado el debate sobre la necesidad de que Costa Rica se convierta en un Estado laico, por una parte, y se logre la firma de una “tratado bilateral” (no concordato, por favor, esto no existe desde hace bastante tiempo) entre el país y la Santa Sede, por otra. En ese contexto se han dado bastantes imprecisiones y hasta tergiversaciones, que merecen una referencia.
En la década de 1980 tuve un extenso intercambio en las páginas de un periódico nacional sobre la urgencia de reformar el artículo 75 de la Constitución, para eliminar el carácter confesional heredado del siglo XIX. Este tema fue abordado posteriormente, desde una perspectiva jurídico-política, teniendo en cuenta el derecho eclesiástico público, por el costarricense y actual diplomático de la Santa Sede, Mons. Dagoberto Campos en su tesis doctoral. Esta se publicó como libro, Relaciones entre Estado e Iglesia en Costa Rica , en el que también se presenta, con detalle, la necesidad de cambiar el instrumento por el cual se rigen las relaciones Iglesia - Estado, que actualmente se basan en la confesionalidad, por uno que se fundamente en el derecho internacional.
Por ello, no comparto la atribución que hace el nuevo embajador de Costa Rica ante la Santa Sede, don Marco Vinicio Vargas ( La Nación, 20 de julio), a que tal iniciativa nace del anterior jefe de misión, don Fernando Sánchez. Tengo entendido que las autoridades en el Vaticano han estado dispuestas a iniciar esa negociación desde hace bastante tiempo. Cabría preguntarse quiénes en realidad se han mostrado reticentes y hasta opuestos a materializar dicho acuerdo.
Estado laico. Si se separa a los regímenes teocráticos de los Estados confesionales (entidad que se adhiere a una religión oficial), en este momento Costa Rica queda dentro de los pocos Estados confesionales.
Un Estado laico es una entidad independiente de cualquier organización o confesión religiosa. Por ende, el Estado no tendría oficialmente una religión, pero sin dejar de garantizar la libertad religiosa, derecho fundamental contemplado en la Carta de ONU; concediendo así una paridad y reconocimiento a todas las denominaciones religiosas, sin privilegios para unas, siempre que estas no riñan con los principios de la convivencia pacífica y respete los derechos humanos y ciudadanos.
Por lo anterior es necesario hacer una referencia al “Proyecto de ley para la libertad religiosa y de culto” (expediente 19 099). No se trata de una reforma al art. 75 de la Constitución, sino un intento por regular (art. 1) “el ejercicio digno de la libertad religiosa y de culto” y “establecer los parámetros para el funcionamiento de las organizaciones religiosas”; pero advierte que la normativa no aplica a la Iglesia católica. Para ello propone crear la Dirección General de Asuntos Religiosos y un Consejo Consultivo Asesor de Asuntos Religiosos, adscritos al Ministerio de Justicia y Paz.
Proyecto con contradicciones. En mi criterio esta iniciativa de ley tiene graves contradicciones. Primero, no plantea elementos que caracterizarían a un Estado laico –más bien profundiza la confesionalidad, ignora otras denominaciones religiosas, inclusive curiosamente hasta la misma católica–; y segundo, le otorga al Gobierno potestades intervencionistas en asuntos religiosos, las organizaciones religiosas tendrán injerencia en políticas públicas (oficialmente ni la Iglesia católica la tiene), conserva la religión oficial e impide el auténtico ejercicio de la libertad religiosa que dice tutelar.
Este proyecto de ley en lugar de contribuir a un Estado laico, lo que hace es proteger los intereses de algunas comunidades religiosas, colocándolas en condición de privilegio (excluye a judíos, musulmanes y otras) similar a la que ha disfrutado la Iglesia católica.
Lo realmente necesario para el país es la reforma del art. 75, que permita garantizar los mismos derechos y obligaciones a todas las denominaciones religiosas.
Como lo planteó el papa Francisco en julio pasado: “La convivencia pacífica entre las diferentes religiones se ve beneficiada por la laicidad del Estado, que, sin asumir como propia ninguna posición confesional, respeta y valora la presencia de la dimensión religiosa en la sociedad, favoreciendo sus expresiones más concretas”.