Aquí ya ha sucedido: usar el odio o la comedia como estratagema para intentar ascender al poder. Fue en la década de 1970 con un personaje que también aspiró con un partido tureca. Su nombre era Gerardo Wenceslao Villalobos, y se le conoció popularmente como G.W. La única diferencia es que, en su caso, la estrategia fue el humor. Igualmente era locuaz, por lo que también se ubicó en los índices de popularidad y logró elegir algún legislador.
En aquel momento, las redes sociales no existían, por lo que, para darse a conocer, se montaba en un descapotable y se exhibía con los ojos vendados. Generó múltiples anécdotas. En una ocasión, anunció la presentación en televisión de su gemelo, quien decía ser profesor emérito de Harvard. En el programa apareció un sujeto de traje formal y elegante dicción, quien solicitó el voto para su hermano G.W. Con el tiempo se supo que aquel era el mismo Villalobos disfrazado.
En Cuba, subió a cantar a la tarima de un club nocturno en Varadero, y cuando la seguridad lo desalojó, empezó a vociferar, a tontas y a locas, imprecaciones contra Fidel. Pero la anécdota más memorable fue a raíz de la llegada del luchador argentino Martín Karadagián, quien dirigía Titanes en el ring, programa infantil muy popular en Latinoamérica.
El espectáculo llegó en 1973 a la plaza de toros de Zapote. En un momento dado, al unísono, el público empezó a corear el nombre de G.W., quien estaba allí presente. En la actividad, que transmitía Canal 7, G.W. Villalobos se lanzó al ring y emprendió una enconada lucha contra el mismísimo Karadagián.
Otros comediantes. Hay otros personajes que en el mundo han usado la comedia para ascender en política. Con su movimiento “5 Estrellas”, el charlatán Beppe Grillo alcanzó 108 diputados y 54 senadores. El loquito Abdalá Bucaram debió ser destituido en Ecuador después de varias tonterías; la gota que rebalsó el vaso fue su grabación de un disco romántico, y, a raíz de ello, compararse con Julio Iglesias ante la prensa internacional.
Aquellos que usan el humor para obtener popularidad política son mucho menos peligrosos, pues por ser la risa un instrumento tan evidente el montaje que arman al menos es sincero.
Los verdaderamente temibles son los falsos profetas del odio, del rencor y del resentimiento. En el pasado se apeló a la comedia para ganar adeptos, los personajes de hoy apelan al veneno, a la escandalosa insidia y al desprestigio de las instituciones democráticas.
Así, publicando audiovisuales con verbo estridente para las redes sociales, y aupados por medios de comunicación que hacen eco de sus declaraciones grandilocuentes, los falsos profetas del nuevo siglo han tomado popularidad.
Jacques Maritain sostenía que las sociedades necesitan profetas, especialmente en sus períodos críticos, o bien en la hora de su nacimiento o de su renovación profunda. Tal como sucedía desde la antigüedad, su misión de despertar a los pueblos está inspirada en su propia conciencia.
Por ello, la más feliz coyuntura sucede cuando los estadistas son al mismo tiempo auténticos profetas. Ahora bien, tal como ciertamente anota ese filósofo, aquel es un fenómeno vital e indispensable, pero también muy peligroso, pues lo genuino genera siempre la propensión al embuste. Y así, donde hay inspiración y profecía, habrá también émulos falsos; por un lado, inspiradores surgidos de una afección auténtica, y, por otro, imitadores que no son sino demagogos con instintos tenebrosos.
No hay nada más difícil para los pueblos que tener discernimiento de espíritus, que es lo que permite distinguir entre la inspiración genuina y la corruptora; deslindar el trigo que crece junto a la cizaña. No tomar lo sucio por puro.
Ejemplos históricos. Para verdades, la historia, que es pródiga en ejemplos de genuinos y falsos apóstoles. En la época moderna, Occidente nos ofrece a Maximiliano Robespierre, el primero de los grandes heraldos del rencor. Su verbo encendido convirtió la Revolución francesa en la primera gran carnicería moderna. Sedujo a las masas sedientas de la utopía secular jacobina hasta convertir las consignas de fraternidad, igualdad y libertad en una macabra pesadilla.
Lo verdaderamente indignante de los embusteros es que su conducta prostituye algo que es sublime, pues, ciertamente, cuando las sociedades se sumergen y dormitan, los pueblos deben ser sacudidos de su modorra.
El ser humano es proclive a permanecer en estados de acomodo, y de esas etapas somnolientas se debe ser despertado. Tales despertares, que surgen tras el estado de confortabilidad, suelen ser incómodos e irritantes. Y esa es la labor del profeta genuino, pues, sea como sea, las grandes transformaciones surgen inicialmente de la inspiración de quijotes convencidos de encarnar el ideal de la época. ¿O acaso Samuel Adams habría convocado un referendo para conocer opiniones sobre su gesta independentista?
Ciertamente, el ideal es una pasión combativa. Por eso, el idealista puede ser mal interpretado, pues las bajas pasiones del falso profeta se encubren, se agazapan detrás de la apariencia de las pasiones combativas, simulando ser una de ellas. Los impostores necesitan partidos turecas y unipersonales, cascarones que no son sino simples franquicias comerciales, porque no tienen la empatía ni la inteligencia emocional para sociabilizar y forjar la trayectoria que se exige en los verdaderos partidos.
Por eso, aunque excepcionalmente es posible, un partido con una fuerte militancia y los controles sociales que ella impone difícilmente permitirá el dominio de un charlatán.
Farsantes. Por ello, los farsantes electorales, algunas veces ocultos tras ideologías apócrifas, toman las filosofías democráticas genuinas y las convierten en discursos de odio. Son los procreadores de las minorías contrarias de choque.
En la República de Weimar, eran Ernst Röhm y sus tropas de asalto las que aterrorizaban a las voces que se les oponían. Hoy, los linchamientos son cibernéticos, y es allí donde operan ese tipo de minorías que aspiran a llevar a sus falsos mesías al poder. Para luego, como ha sido usual en la historia, servirse del resentimiento de facciones insurreccionales, destruyendo las instituciones democráticas tan costosamente forjadas e instalando despotismos.
De esta triste experiencia, los alemanes que vieron actuar al nazismo son testigos de cargo. También los venezolanos de hoy, los que han “disfrutado” la última versión del socialismo.
El autor es abogado constitucionalista.