Escuchar una vieja anécdota familiar siempre provocó en mí una intensa reflexión. Un tío se solazaba contando que cuando mi padre era niño, si encontraba reptiles o anfibios recién muertos –fueran sapos o lagartijas– en el acto curioseaba su interior, observaba embelesado sus órganos y simulaba operarlas.
Para quienes hoy sabemos que dedicó 55 años de su vida a la cirugía cardíaca, no dudamos que aquella fue una conducta premonitoria. A todos nos resultaba extraño que un niño en la Costa Rica de la década de 1940 –nunca expuesto entonces a la idea de lo que era la cirugía– ejecutara actos tan precisos que reflejaban una acendrada vocación desde su tierna infancia.
“Es que lo traía, era un llamado”, advertía el familiar al narrar la curiosa anécdota infantil. En algunas ocasiones, he atestiguado fenómenos similares en relación con la experiencia de otros. Eso que denominan “llamado” es algo inexplicable.
Un adagio sentencia que quien será rosa desde que es botón espina. El escéptico se niega a calificarlo como un “llamado”, pues el concepto le resulta inexplicable. Se pregunta dubitativo: ¿Quién nos llama y por qué?
Por el contrario, para el creyente, aquello es un diseño impreso en el alma. Una minúscula fracción de un disimulado plan que nos arrastra en función del propósito de servicio encomendado a cada quien. Al fin y al cabo, desde la perspectiva espiritual, el servicio es el sentido de la vida.
Lo cierto es que tales fenómenos son algo inescrutable. Una marca, un sello que, a manera de brújula impresa en el espíritu, nos arrastra indefectiblemente hacia nuestro propósito y destino.
Primeros pasos. Dichos actos reflejos, de los que algunos son beneficiarios desde su primera juventud, son apenas el embrión de lo que puede ser un gran proceso de vida. Por eso es sabio ser fiel al llamado.
Tal como el sediento es arrastrado al manantial, la vocación nos arrastra hacia la realización de los primeros pasos de una misión existencial. Y como en un proceso, gradualmente nos vamos involucrando en aquello a lo que fuimos convocados.
En ocasiones, esa percepción de sentirnos compelidos a la acción es brutal y abrasadora. En una epístola a Santander, Bolívar la describió con una hipérbole lapidaria: “Pareciera que el demonio dirige las cosas de mi vida”.
Ahora bien, una vez que nos involucramos en esa corriente de acción y vocación, educarnos y capacitarnos en aquello en lo que nos sentimos compelidos a actuar es el paso inevitable. Quien responde al llamado se obliga a capacitarse, a educarse, a formarse para culminar la aventura que se ha emprendido.
Por ello, la genialidad de Miguel Ángel no hubiese sido posible sin su paso por el taller de Ghirlandaio. La universidad canadiense de Laval fue tránsito indispensable para hacer posible la brillante hoja de servicio de ese gran cirujano latinoamericano que fue Andrés Vesalio Guzmán Calleja.
Tampoco hubiésemos sabido quién fue Florencio del Castillo sin su paso, a inicios del siglo XIX, por el entonces prestigioso Seminario Conciliar de León, Nicaragua.
No quepa duda: sin preparación no hay calidad en la acción. El activismo sin formación carece de prosaísmo, mas la educación, por sí misma, resulta nugatoria si no se le acompaña con la brega que implica la conquista de objetivos.
Paciencia. En muchas ocasiones, la formación consiste también en espera, como si en esta hubiese intención de ejercitar la virtud de la paciencia y la demora resistente para una gratificación tardía, cual si ello fuese parte del entalle de carácter de quien ha sido llamado.
La historia refiere ejemplos. El biógrafo Descola recuerda que antes de que Cortés se inmortalizara con la portentosa conquista de México, debió aguardar años e ir segundo en varias expediciones, hasta que logró liderar la de Tenochtitlán.
Igualmente, Moisés, después de ser príncipe de Egipto y antes de liberar a su pueblo, debió permanecer cuarenta años anónimo en Madián. Así también David, quien antes de reinar y mientras Saúl lo perseguía, la cueva de Adulam fue su hogar.
Pero tales dilaciones, para que sean eficaces, deben ser siempre reflexivas. Usualmente, el activista irreflexivo no logra esculpir su vocación, pues esta se desarrolla gradualmente, como lo hace el escultor con su obra, a base de pequeños cincelazos.
La verdadera vocación se va esculpiendo mediante etapas graduales de un constante ensayo y error resiliente. Un contínuum de acción, capacitación, ensayo, error, aprendizaje, espera, experiencia. Así sucesivamente, en ciclos que se van ampliando, hasta forjarnos convicciones y, con ello, una cultura.
Para cada área de la actividad humana existe una cultura que debe ser aplicada, y uno de los síntomas críticos en cada área de acción humana es el arribismo de quien asume posiciones de liderazgo en ella sin tener las condiciones para ejercerlo.
No se trata de información, pues por sí sola ella es estéril para quien ejerce el llamado. Hoy, la información cunde, pero se puede tener en abundancia sin que sea útil para el designio que corresponde ejecutar porque en cualquier área del quehacer humano la información no necesariamente es cultura, la cual no se limita al conocimiento, pues lo antecede.
La cultura es una vocación del espíritu que dirige, da sentido y orientación moral, tanto a los conocimientos como a la acción del hombre. Además, para aprehenderla, requerimos una acción perseverante y sostenida en el tiempo. De ahí que la información sea inútil si no está soportada en el fundamento de la cultura, pues esta logra discernir entre la cantidad de datos o conductas, y su calidad.
Ante un escenario en el que abunda el saber informativo, pero escasea el adecuado saber orientativo, el actual drama de las nuevas generaciones es descubrir la senda correcta.
En toda área de la actividad humana, el verdadero líder lo es solo si el proceso lo lleva a abrazar una cultura, y al aplicar la acción, combatir desde ella. Por el contrario, el combate desde fuera de la cultura es mero activismo.
El ideal. Generalmente, el ejercicio de la trayectoria vital aquí descrita procrea el liderazgo que forja algo aún superior: el ideal. El ideal es la culminación de una gran vida. No hay autor que haya descrito dicho concepto de forma más sublime que José Ingenieros.
El ideal es la ensoñación por una perfección venidera; visiones anticipadas de algo superior. Quienes levantaron la restricción a la prohibición del licor en Estados Unidos o quienes relajaron las restricciones al divorcio eran pragmáticos, pero nunca idealistas.
Los ideales son creencias que se aproximan a una posible perfección venidera que engrandece la cultura, pero nunca la relaja. En fin, una gran vida es aquella que, cumplido el proceso de existencia aquí descrito, forjó una partícula de ensueño que se sobrepone a lo real.
El autor es abogado constitucionalista.