Aquí no trato de si se acepta o se rechaza la atracción erótica (afectiva y sexual) hacia las personas del mismo sexo, cuando existe tal tensión. En mi caso personal, esto está claro desde antes de los veinte años y, una vez que se respondió positivamente, actué en la vía de la aceptación gozosa y sin culpa (¡pagano que soy!).
Tuve el buen karma de contar con un grupo de amigos que me ayudó en ese proceso. Por esto rescato el valor de la “comunidad”, no de iguales sino de parecidos, algo que no es abstracto y colectivo, si bien prefiero hablar de “amistad”, de personas específicas con gustos afines, incluidos los sexuales, pero no reducido a esto.
Así pues, la pregunta del título no va por si se acepta o no la atracción que el destino genético, familiar, psíquico, o el que sea, determinó. De paso, señalo que el gusto sexual no es una “preferencia”, porque no es un asunto de voluntad. Se dirige más bien a responder si la categoría “gay” del último medio siglo y un poco más es capaz de abarcar mi propia experiencia de amor y sexualidad, y encuentro que, como toda categoría, se queda corta, subraya ciertos aspectos, pero deja por fuera otros, o se extiende y abarca algunos que no son míos.
Si además esa etiqueta se incluye en una sopa de letras (LGBTT…), cuya unidad se cifra en una supuesta no heterosexualidad, el asunto se complica todavía más y me siento menos concernido a participar de esa denominación, lo que no significa que no respalde en la práctica social y política dichas identidades, así como la necesidad de modificar la estructura opresiva de género que afecta a todos, hombres y mujeres, gais o no.
Vivencia. La divergencia está más bien al nivel de la teoría y de la categorización. Como la sociedad se mueve inevitablemente por categorías, en la práctica “soy” gay, o cuando menos paso por ser uno de ellos, aunque en lo interior siento más bien que cruzo ese territorio de la vivencia homosexual contemporánea, sin identificarme del todo con él.
Mi actitud desconfiada va más allá de lo gay, pues incluye a toda categoría identitaria, en las que no creo más que como elaboraciones limitadas, históricas, cambiantes. Pueden ser útiles, pero no son verdaderas.
Es que tengo un corazón nominalista, contrario a esencias y arquetipos. Mi héroe antiguo es Heráclito, no Platón. Entiendo la necesidad de categorizar para vivir en el mundo, para cambiarlo, pero soy consciente de su contingencia e inestabilidad.
Es decir, no me creo del todo el cuento, aunque siga contándolo, porque sin cuento no hay sujeto ni sociedad. Sin cuento solo queda el silencio.
Historia. En el caso específico de “gay”, su historia es bien corta, en realidad arranca en la segunda mitad del siglo XX. Antes los términos para designar la atracción erótica por los semejantes eran impuestos por los represores de todo tipo: médicos, religiosos, educadores, etc.
Incluso el término “homosexual”, con el que se inaugura la categorización moderna y que hoy queremos usar como neutro, nació en el contexto psiquiátrico de la segunda mitad del siglo XIX, que incluyó florituras como “invertido” y “desviado”, o “estancado” (en la etapa fálica), en el caso de Freud.
Antes del siglo XIX, lo que dominó en Occidente fueron las designaciones religiosas, la más famosa de las cuales fue “sodomita”. Lo demás eran insultos a secas: “puto”, “maricón”, etc. ¡Cuántos etcéteras en muchas lenguas!
Luego, cada país generó sus propios agravios, como “playo” en Costa Rica. Como bien señala Didier Eribon en su libro Reflexiones sobre la cuestión gay: “En el principio hay la injuria”. Sí, en el inicio, gay fue el Logos, pero en este caso era la palabra violenta, amenazante.
Así se fue fraguando la identidad homoerótica en tiempos de modernidad, entre el yunque de la burla y el mazo del insulto. Con ese fuego combinado de la religión y la “ciencia”, no es extraño el éxito discursivo que “gay” obtuvo a mediados del siglo pasado, en la medida en que fue palabra elegida por los insultados. Además, no se conformó con ser una retórica o una política, desarrolló toda una cultura democrática e incluyente (música, cine, literatura, teoría, etc.).
Etimología. En español, el término viene del inglés a corto plazo, aunque remontado al latín gaudium (gozo), de donde pasó al occitano gai, y de aquí al inglés y al francés; también al español gayo, en el sentido de alegre.
Nuestra Academia naturalizó el término desde el inglés a gay y gais, aunque la gente lo pronuncie guéi y guéis. En español, el vocablo padece una lucha interna no resuelta entre grafía y sonido. Yo lo escribo gay y lo pronuncio guéi, por lo que pido de favor a mi correctora de La Nación que me lo deje tal cual. Me encanta que esta poderosa palabreja de tres letras tenga esta indefinición lingüística, como el propio fenómeno que quiere designar.
Lo gay es la manera como la modernidad ha conformado la homosexualidad en democracia. Es inseparable de otros procesos como secularización e individualismo. Por eso solo florece en sociedades democráticas, es su prueba de fuego.
Es uno de los desarrollos recientes de la filosofía de los derechos humanos del siglo XVIII, una de sus aplicaciones al campo sexual. Sirve para poner a prueba hasta dónde los que dicen promover la libertad de verdad la promueven.
Ser gay o no ser gay ya no es un dilema, es (o debe ser) un espacio democrático con derechos y obligaciones como los de cualquier otro ciudadano. Ni más ni menos. Después de todo, como seres humanos, es más fuerte lo que nos asemeja que lo que nos diferencia.
El autor es escritor.