MADRID – Uno de los grandes riesgos a los que se enfrenta la Unión Europea es su nostalgia del pasado. Tanto en el este como en el oeste se pretende afrontar los grandes problemas de hoy con soluciones de ayer y son muchos los países que cargan con el lastre del nacionalismo, avivado por distintos motivos.
En los países de Europa occidental el declive del sentimiento europeo es, principalmente, una reacción a la crisis económica que nos ha golpeado duramente en los últimos años. Aunque ya existieran partidos políticos y movimientos contrarios o muy críticos con la UE, ha sido a raíz de la crisis cuando han visto crecer su apoyo de manera alarmante.
En algunos sectores de la sociedad europea se ha extendido un sentimiento de decepción, al que también han contribuido algunas de las políticas orientadas a la recuperación. Se confiaba en que el proyecto de integración europea sería una relación win-win, por la que todos –países y ciudadanos– resultaríamos ganadores. Los países que se incorporaban recibían ayudas y los que ya eran miembros contaban con un nuevo mercado. Sin embargo, la crisis ha desdibujado esa imagen. Los niveles de desempleo, especialmente los de desempleo juvenil, y la brecha social en los países más golpeados por la crisis han hecho surgir el desencanto. En aquellos que han sufrido menos, se siente que la solidaridad europea ha supuesto un lastre para su economía.
Durante estos duros años, muchos partidos han señalado a la Unión Europea como la causante de los desequilibrios y han propuesto la vuelta a la soberanía nacional en todas las áreas, ganándose el apoyo de muchos de los que se sienten perdedores. Sin embargo, aunque se pueda criticar el modo en que la Unión Europea haya gestionado la crisis, no hay que olvidar que esta tiene carácter global. Además, la apertura que supone el proyecto europeo es la propia del mundo actual. Los desequilibrios, que han quedado tan patentes desde el 2008, son propios de un fenómeno mucho más amplio que la integración europea: la globalización. La apertura de las fronteras, las sociedades y las economías nacionales conlleva incertidumbres y una menor capacidad de control. Es la contrapartida de todas las ventajas y los nuevos horizontes que nos ha abierto el mundo global.
Los partidos políticos que han canalizado esta desilusión proponen unas medidas que van más allá de la vuelta a las fronteras nacionales. Escudados en los riesgos que supone la apertura de las sociedades, propagan un mensaje de indiferencia y, a veces, de rechazo hacia lo extranjero, como comprobamos en la cuestión de los refugiados. Según ellos, hay que defender lo propio de cada nación por todos los medios, incluidos los que ponen en peligro el Estado de derecho.
En los albores del siglo XXI, el sueño europeo parecía aún más esperanzador con la integración de algunos de los países que pertenecieron al Pacto de Varsovia. La incorporación de Polonia y Hungría a la Europa de la que siempre formaron parte era el broche de oro a un proyecto que prometía hacer del Estado de derecho, la democracia y las libertades individuales, elementos intocables.
Lamentablemente, la epidemia del nacionalismo y el sentimiento antieuropeo también ha llegado a estos países de Europa oriental. Aunque son muchas las causas y los países no son fácilmente comparables, hay dos tendencias claras: el aumento del nacionalismo y el retroceso del Estado de derecho. Polonia es el mayor receptor de fondos europeos y es el único país de la UE que no entró en recesión durante la crisis. Acumula 23 años de crecimiento ininterrumpido y, a diferencia de otras sociedades europeas, ha atravesado la crisis sin sufrir desgarros. Además, el pueblo polaco se ha caracterizado, desde su entrada, por ser ampliamente favorable a la UE. Incluso en el último eurobarómetro, el 55% de los polacos entrevistados aseguraba tener una visión positiva de la Unión.
Pero sus líderes actuales tratan de presentar las políticas europeas como desafíos a su verdadera identidad nacional. En lugar de discutir sobre cómo adecuar políticas concretas a los intereses nacionales o cómo hacer que su voz sea más escuchada, se interpretan las medidas y decisiones europeas como una agresión a sus elementos identitarios. Salvando las distancias, estos argumentos son similares a los del gobierno húngaro, que ha auspiciado un proceso de involución interna en el país. Con la reforma de la Constitución del año 2013 se eliminaron algunos de los mecanismos que limitaban la acción del Gobierno en cuestiones fundamentales. Asimismo, se creó un consejo estatal, con miembros del propio partido, para regular los medios de comunicación. Se ha llegado a decir que si Hungría pidiera hoy su admisión en la Unión Europea, sería rechazada.
He sido testigo como pocos del proceso de integración de estos países en las instituciones euroatlánticas y de la emoción con que ellos la vivieron, quizá por eso me cuesta más comprender su postura. Es cierto que su dolorosa historia reciente les hace especialmente sensibles a las cesiones de soberanía y a la idea de que otros participen en sus decisiones. Como les he escuchado decir en alguna ocasión: “Europa es demasiado liberal para nosotros”. Además, tantos años de soberanía limitada durante la Guerra Fría contribuyeron a crear un fuerte sentimiento nacional, que está menos presente en otros países de la UE.
Tanto el partido húngaro Fidesz como el polaco Ley y Justicia, bajo la premisa de la protección de la soberanía nacional, erosionan el sistema democrático y el imperio de la ley. Implementan políticas que concentran el poder en el ejecutivo, eliminando los controles y las críticas. Justifican estas medidas para limitar la incertidumbre que produce la apertura económica y social propia de la globalización y, también, de la Unión Europea. Presentan los intereses nacionales como contrarios a los europeos, aunque en el mundo global la UE ofrezca una protección extra a sus miembros. Sin duda, cualquiera de estos países fuera de la Unión sería mucho más vulnerable a todos los riesgos.
Para unos el desencanto tras la globalización sirve como pretexto para volver al proteccionismo y el miedo a lo extranjero, endulzando los recuerdos de las fronteras nacionales. Para otros, la afirmación de la soberanía nacional es la excusa para rechazar la integración europea y añoran el Estado-nación que nunca tuvieron en plenitud. En ambos casos son justificaciones para cuestionar los fundamentos del proyecto europeo. A unos les falla la memoria y a otros les traiciona su anhelo.
Javier Solana es distinguished fellow en la Brookings Institution y presidente de Esade-geo, el Centro de Economía y Geopolítica Global de Esade. © Project Syndicate 1995–2016