Estábamos sentadas una frente a la otra, hace cuatro años, cuando doña Jacinta, una anciana indígena que hoy debe tener más de noventa años, me contó que, de niña, le daba miedo ir a la escuela: “No voy, me ataja un hombre, yo no, y yo ¿qué hago sola? Y no, ¡no juí!”.
Violencia sexual. Hoy, la mayoría de las 14.000 niñas y adolescentes que resultan embarazadas por año en nuestro país terminan siendo madres producto de esa violencia sexual a la que tanto miedo le tuvo la anciana. Con frecuencia, esos embarazos suceden debido a que sus padres o madres las transan a cambio de algo: un chancho, un dinero, un favor o el alivio de una boca menos. Pero también con frecuencia son producto del abuso sexual o violación cometidos por un familiar.
Así es, a las niñas y a las mujeres no las violan –con una gran naturalidad e impunidad– solo en Nigeria, India, República Democrática del Congo, Ruanda, Sierra Leona, Bosnia, o Egipto, país donde, según publicó recientemente La Nación , un estudio de Naciones Unidas asegura que más del 99% de las mujeres habían sido víctimas de alguna forma de abuso sexual.
A las niñas y las mujeres no las violan solo esos hombres que integran las turbas, ni solo los soldados, ni los hombres de Boko Haram, que secuestraron a 200 niñas y ahora quieren cambiar a las 20 mujeres que también secuestraron por 800 vacas que los padres y maridos se niegan a pagar.
Las violan también en nuestro país, como resulta evidente en las noticias de este diario de prácticamente todos los días. Lo hacen frente a nuestras instituciones –la familia, la comunidad, el Estado, las iglesias– con una doble moral tan siniestra que aceptan la complicidad de este crimen horrendo, de esta práctica que sigue existiendo debido a que casi nadie hace nada porque, como expresa el gesto de esos padres y maridos que se niegan a entregar las vacas, en nuestras sociedades pareciera que vale más una vaca, o un chancho, que una mujer.
Actos formidables. En medio de esa indiferencia que nos es tan común, surgen actos formidables, como la cumbre mundial que recientemente estudió cómo detener las violaciones en tiempos de guerra, y actos menos públicos, pero también de gran importancia, como los de las madres y los padres que se atreven a hacer algo. Así como lo que hizo una prima, a la que hacía años no veía, digno del coraje y la resolución de Deméter, diosa de la agricultura en la mitología griega que maldijo la tierra hasta que su hija Perséfone le fuera devuelta por Hades, su secuestrador.
Mi prima buscó por años al hombre que abusó de su hija, hasta que literalmente lo cazó en un parqueo y lo entregó a las autoridades, que ya lo habían condenado. Cuando me relata lo ocurrido, me dice que antes, cuando no había hecho nada, ni siquiera hablar del tema, sentía que tenía un grillo en la garganta. Como ella, ¿podemos despejar nuestras gargantas y hacer algo para convertirnos en una sociedad donde la violencia sexual deje de ser tolerada y se vuelva un hecho insoportable?