Hay tiempos hipnotizados por líneas rectas. Otros son sacudidos por inflexiones. La continuidad reina en los primeros, aletargada con autocomplacencia. Los giros, en cambio, suelen ser iniciados por sobresaltos que obligan a cuestionarse la sabiduría convencional. En Costa Rica vivimos una especie de interregno. La ortodoxia tradicional ya no se sostiene sola, pero a un golpe de timón le falta todavía la fuerza propulsora de una crisis o un esclarecimiento que aún no llega.
Ahí estamos. Vivimos tiempos de un rebalse que no termina de rebasar los bordes de la paciencia. Pero el vaso se va llenando. En todos los campos de la vida social, aparecen Casandras anunciando tormentas, como si los nubarrones de la disfuncionalidad persistente no fueran suficiente presagio.
Las rectas de nuestras certezas están en crisis y, en situaciones así, es apenas natural que la polémica se abra paso. Pero conviene que se ventile lo que realmente está bajo la lupa del debate, sin que rumores desaguisados distraigan de los verdaderos temas de fondo.
El comercio exterior es uno de esos campos de polémica e introspección crítica. Para quienes somos actores y observadores de políticas públicas, pocas cosas son tan estimulantes como ver a las actuales autoridades de Comex defendiendo la continuidad de una política exitosa, pero abandonando el discurso absolutista de antaño. Con nuevos aires se reconocen los laureles que se defienden, pero se visualizan también dolorosas carencias.
Las recientes revelaciones periodísticas de supuestas o reales contradicciones entre Comex y Hacienda no expresan el real contenido de lo que se discute, más allá de opiniones puntuales en las controversias publicadas. Ni está en cuestión que los TLC tengan responsabilidad en la crisis fiscal, ni se disputa la corrección técnica de un método de facturación triangulada.
Lo que está en la mesa de discusión no es parte de las clases de la “niña Pochita”. Hacen bien las autoridades concernidas en no dejarse arrastrar a una discusión peregrina.
Mal hacia dentro. El tema es otro. Tenemos un celebrado éxito exportador y eso nos permitiría esperar una consecuente dinamización de nuestro aparato productivo doméstico. No ocurre así. Los sectores que se han fomentado para exportar son muy poco dinamizadores de lo que producimos. Nos vinculamos exitosamente hacia afuera, pero no hacia dentro. Al mismo tiempo que participamos mejor que ningún otro país latinoamericano en las cadenas globales de valor, nuestras exportaciones de alta tecnología tienen escasa vinculación con nuestra industria.
La discusión actual que, para su mérito, lidera Comex, la hermana, por primera vez, con las críticas del Estado de la Nación, otrora considerado “sospechoso de herejía” (y no era el único que compartía anatemas oficiales). Ahora se comienza por aceptar como reales los grandes contrastes. Esa dualidad productiva, como lo llaman unos, presenta un paradigma hegeliano de desarrollo desigual.
Meollo del asunto. Esa es la realidad que se debate, contradictoria y enfrentada, en espera de un salto político cualitativo que resuelva las paradojas. Ese es el hoyo del meollo: una perenne contradicción entre la baja promoción de capacidades nacionales y su contraste con el esfuerzo, grande, exitoso, correcto y prioritario de atracción de inversión extranjera directa de punta, pero que alimenta una exportación que no arrastra al resto de la economía.
Se puede ser optimista o llenarse de desaliento, dependiendo del acento que se ponga a alguno de los elementos aislados de esos múltiples duplos de contrarios.
Tomadas cada una por separado, las facetas diferenciadas de nuestra realidad pueden servir para alimentar la autocomplacencia, si solo se enfatiza lo positivo, o para cebar la condena simplista de los detractores del statu quo, que nutren de protestas irreflexivas los ascensos populistas.
Pero una verdad parcial es también una mentira a medias, porque ver la realidad desde aspectos aislados no ofrece mayor dificultad analítica. Basta casi solo con referirse a evidencias estadísticas parciales para proyectar un estado de situación con apariencia ideológica de credibilidad.
En nuestras políticas comerciales, esa ha sido la regla durante 30 años. Desde trincheras políticas, sociales y académicas, el país se enfrentó a un referendo que tocó esas realidades contrapuestas. Cada sector tenía entumecidas sus miradas parcializadas, oponiendo árboles contra bosques, con simplismos apologéticos o detractores que terminaron dividiéndonos sin aclararnos gran cosa.
La realidad es que se han fomentado las exportaciones en sectores que no siempre son dinamizadores del aparato productivo nacional y no se ha hecho donde la producción tiene mayor arrastre. Eso explica la dualidad existente, el contraste reinante, la desigualdad imperante y la coexistencia de progreso con miseria.
Nos toca ahora abordar con delicadeza la difícil tarea de movernos hacia un nuevo perfil exportador. Es hora de cambios dentro de la continuidad, de giros prudentes de timón, porque la defensa de las conquistas necesita desprenderse de la rigidez ideológica.
Inamovilidad. Pero una nueva contradicción se suma a las existentes: la necesidad de cambios contrasta con el casi total inmovilismo político para realizarlos. Abundan quienes ofrecen propuestas, pero son más frecuentes los que hacen listas de razones para no movernos. Contra eso no hay recetas posibles.
Con todo, el debate actual marca el inicio nacional del posmodernismo en el comercio exterior costarricense. Es un abrazo matizado de la globalización, donde se va más allá de la apología y se revelan, para enfrentarlos, lados oscuros de ese compañero infaltable del mundo contemporáneo.
Estamos apenas al inicio de ese debate y nadie nos dice que el pasado de certezas absolutas no nos acecha detrás de las elecciones. ¿Nos amenaza un blanco retorno a la ortodoxia o una negra ruptura populista? Es la hora de los grises.
La autora es catedrática de la UNED.