Un espectro recorre los comentarios de opinión de todo el mundo: el fantasma de Donald Trump. En todas partes se especula sobre las terribles consecuencias de una victoria presidencial republicana, con el portaestandarte más impopular de la historia moderna.
Con sobrados méritos se granjea Donald tan universal antipatía. No existe tema donde no levante roncha con desatinos fuera de tono, con la alevosía que le brinda su narcisismo amplificado por el apetito insaciable de la prensa de dar resonancia a sus bien calculados disparates.
Es un bully escolar llevado al escenario político. Se nutre de bajos instintos a contrapelo de los más básicos conceptos de sensatez y humanidad, conquistados por la cultura.
Su abrasiva personalidad histriónica ataca con bajeza impune fabricando escándalos con sus despropósitos para concentrar la atención sobre sí mismo. Es irresistible, para la prensa, dejar de reproducir sus desaciertos y, para el populacho, dejar de aplaudir sus desplantes como expresión de una franqueza que refleja sus desengaños.
El simplismo es su fortaleza. Frente a un problema complejo, nada más poderoso que un argumento simplista. La masificación de la información instantánea de las difíciles coyunturas de la vida moderna globalizada termina reduciéndolo todo a fórmulas esquemáticas para consumo popular. Es el hombre-masa de Ortega y Gasset, empobrecido.
La gente no mastica complicado. Mucho menos cuando los grandes impactos del desempleo, la desigualdad y la falta de oportunidades se asocian, sin ton ni son, con el comercio, la emigración, los mercados de capitales y las responsabilidades globales de los Estados Unidos.
La vulgaridad explota las frustraciones acumuladas en los sectores de menor nivel educativo. El peligro de Trump es directamente proporcional al calado que logra su coctel de vituperios en los mares de resentimiento de ese segmento de votantes.
Su xenofobia hace fiesta contra hispanos y musulmanes. Las mujeres son blanco de burlas misóginas. El comercio internacional se vuelve, en sus bravuconadas, chivo expiatorio del desempleo.
China debe ser castigada por ser competitiva. Los europeos, por atener su defensa al presupuesto norteamericano. ¡Que Japón y Corea construyan sus propias bombas atómicas y que arranque la carrera al apocalipsis! ¿Y la grandiosa deuda externa de los Estados Unidos? Donald la resuelve en dos toques: con sus supuestas dotes de negociante, dice que convencería a los acreedores a rebajar el monto o atenerse a las consecuencias.
¿Podrá en noviembre imponerse tanto desplante? Lo más fácil sería descartar a Trump como ganador. Pero esa misma displicencia de darlo por desechable hizo que sus rivales republicanos respondieran demasiado tarde a su diatriba.
Tampoco sus contrincantes eran particularmente atractivos. El cosmopolitismo sofisticado de las costas, donde arrasó la elocuencia de Obama, marcó un contraste con la retórica ideológica de las zonas rurales, con la que el establishment republicano no supo arreglar cuentas, secuestrado desde entonces por su reaccionario Tea Party.
Inquietud. ¿Cabe, entonces, preocuparse? Yo diría que sí. El 98% de las encuestas vaticinan una ajustada victoria demócrata, con márgenes tan pequeños que no tranquilizan.
La más reciente encuesta de la NBC predice para noviembre una ventaja de Hillary Clinton de dos puntos apenas (47% a 45%). Pero falta que corra mucha agua bajo el puente. Todavía no se han enfrentado, la una frente al otro, mostrando entuertos, en campaña abierta, y aquí Donald no se cansa de jalarse tortas.
De predicciones prematuras nosotros tenemos lecciones propias. Araya, ganador absoluto presuntivo, no pudo aguantar el ácido de la contienda. Eso no quiere decir que la simpatía o antipatía que generen los candidatos norteamericanos no cuente. ¡Cuenta, y mucho!
Tanto Hillary como Donald generan anticuerpos, pero con una diferencia: Hillary ya ha tenido un cuarto de siglo para llegar al techo de los que no la quieren. Trump, entre ser político de reciente data y ser tan cáustico, tiene amplio margen de maniobra para que sus desafectos crezcan. Su capacidad de ofender no pareciera conocer límites ni fronteras.
Diferencias numéricas. Por otra parte, en Estados Unidos, el sufragio directo no decide. Allá se vota por presidente, pero no se elige presidente, sino a un colegio de 538 delegados electores. Quien logra 270 delegados gana la presidencia, aunque tenga, en total, menos votos populares.
En todos los estados, salvo Nebraska y Maine, quien gana se lleva todos los delegados, y no todos los estados tienen el mismo número de delegados. California, en el oeste, tiene 55, mientras Nueva York, en el este, 29.
La historia reciente muestra que ciertos estados son normalmente favorables a los demócratas; otros, a los republicanos. Otros oscilan entre elección y elección. En los últimos 24 años, 19 estados y el D.C. apoyaron a los demócratas, alcanzando 242 delegados.
Un total de 13 estados votaron republicano y alcanzaron 102 delegados. Los demócratas necesitan solo 28 delegados de los estados oscilantes para ganar la presidencia. A los republicanos les faltarían, en cambio, 168. Obama ganó dos veces los siete estados pendulares. Con que Hillary gane Florida, la hizo toda.
Falta, además, por ver cómo la demografía se impone. Habiéndose enajenado de hispánicos, mujeres y jóvenes, no quedan suficientes adultos mayores blancos o resentidos, de bajo nivel educativo, para elegir presidente a Trump.
Parodiando a Richard North, de nada le sirve a Trump aumentar su cuota de adeptos en segmentos decrecientes, cuando lo hace a costa de disminuir simpatizantes entre grupos demográficos que aumentan. A estas alturas del partido, eso difícilmente puede cambiar.
Pero metidas de pata imprevistas son, a veces, fatales. A Hillary no le han faltado. Solo nos resta advertirle, por si acaso, que no pida que la contraten, porque un triunfo de Trump, aunque improbable, es muy peligroso.
La autora es catedrática de la UNED.