¡14 de julio! Las campanas vuelan en Francia. Es la conmemoración más solemne de los galos, su y nuestra Revolución francesa. Su símbolo supremo: la Toma de la Bastilla. Así es la historia, como la vida. Toma un gesto y lo eterniza, sin dar explicaciones. Y así queda, justo o no, para la posteridad. Pero los que recibimos ese legado tenemos derecho a cuestionarlo, porque en nuestro tiempo somos protagonistas. No recibimos y repetimos, simplemente, como loros, las loas de gestas, sin contrastar nuestra propia visión de los acontecimientos. La historia se escribe ajustando cuentas con el pasado.
No soy revolucionaria. Permítaseme decirlo, de una vez y sin ambages. Mi posición de ánimo, moral y de vida, es la mesura, el diálogo, los procesos graduales de cambio. Acepto que, en caso de duda, mi corazón se mueva del centro, donde vive, ligeramente hacia la izquierda, junto con mis perros y mi gato, nicaragüense y, posiblemente, secretamente sandinista, cosa que, sin compartir, le respeto.
Yo nací en París, un tempranero día de otoño, cuando mi madre hacía su doctorado. Mi natalicio fue en la antesala de la lucha por “la imaginación al poder” (¡vaya el poder de la imaginación!). Esa generación fue la de mis padres, rebeldes a la mediocridad, de valores pacifistas y tolerantes. Pero los acontecimientos del 68, que marcaron a mi madre como protagonista, y mi vínculo originario con la cultura francesa me obligaron, desde muy temprano, a una postura esencial frente al 14 de julio.
¿Por qué esa fecha? Esa fue mi primera rebeldía con la historia formal, por lo menos con la arbitrariedad antojadiza que esconde lo que no quiere reconocer y exalta según prejuicios. Me hice iconoclasta. La Revolución francesa tiene de todo: grandeza y miseria, solidaridad y terror, intolerancia y consenso. Después de haber asesinado a un rey, terminó donde empezó, como todo lo que llega antes de tiempo, con un general coronado emperador y una democracia que tendría que esperar 100 años para llegar a quedarse.
Exalto, por ejemplo, la valentía incomprendida de Olimpia de Gauges, que perdería la cabeza, cortada por pensar que las mujeres eran también ciudadanas. Así está plagada la Gran Revolución, de capítulos elocuentes que quedaron como símbolos de esperanzas y desencantos. Pero que, de todas esas páginas, quedara prioritariamente inmortalizada la Toma de la Bastilla es una expresión del capricho humano, inducido más por la publicidad que por un sentido profundo de los valores éticos.
El 14 de julio de 1789 engrandece un acontecimiento menor, en el que un tumulto descontrolado tomó una prisión ancestral, donde solo había algunas personas detenidas, cuyos nombres, ¡qué injusticia!, nadie recuerda. Pero su vana pompa esconde, por lo menos, otra página de la grandeza posible del alma humana. Oculta un giro casi inconcebible de acontecimientos: la abolición del régimen feudal por consenso. Ese es el único legado que no retrocedió ante Napoleón, ni ante la Restauración: el 4 de agosto. Esa noche se logró el objetivo de todo el movimiento social de la época.
Una fecha borra las otras y ese borrador nos deja un trazo incompleto de nosotros mismos, de lo que somos capaces, porque el 4 de agosto es el símbolo más importante de la capacidad de entendimiento del alma humana. Ese día, reunidos clero, nobleza y Tercer Estado, constituidos en Asamblea Nacional Constituyente, acordaron renunciar voluntariamente a todos sus privilegios y en el mismo acto abolieron el régimen feudal, de forma unánime.
‘Orgía de generosidad’. Fue una noche memorable, calificada por alguien como “orgía de generosidad” y, por otros, como “noche de milagros”. Comenzó con un discurso del vizconde de Noailles, personaje con bautismo de libertad en América, adonde vino con La Fayette. Puso en consideración de los asambleístas que la agitación social, que se manifestó el 14 de julio, era producto del repudio contra los derechos feudales y que, para devolver la paz, había que abolirlos.
El entusiasmo de todos fue inusitado. Algo increíble aconteció: los asambleístas se turnaron la palabra, hablando cada uno en nombre del estamento social que representaba y renunciando a los privilegios que el orden feudal les otorgaba. Uno tras otro, hora tras hora, hablaron de sus privilegios y renunciaron a ellos. Se suprimieron los derechos feudales, se eliminó el régimen señorial, se decretó igualdad fiscal, acceso universal a todos los empleos y gratuidad de la justicia. Y más y más...
¡Eso ocurrió y lo hemos olvidado! Los cambios profundos por consenso son posibles. ¿Cómo disminuir la importancia de algo así? Tal vez porque los acontecimientos notables, para quedar escritos, tienden a venir con drama. Pero el resto de la sangre derramada pudo haber sido evitada. Esa noche lo probó. La intransigencia cedió a la razón y no hubo quien se opusiera a la sentencia de cordura que fue posible alcanzar en ese día. ¿No es eso realmente memorable, sin importar lo que pasó después?
Dicen que, con la Toma de la Bastilla, se tomó conciencia de la fuerza del pueblo y que surgió el “gran temor” que hizo posible los acontecimientos del 4 de agosto. Eso puede ser cierto. Lo que no quita que una noche de agosto pudo interiorizar la fuerza de la conciencia ética. Se puede discutir por qué quedó la Bastilla, pero, para mí, la oscuridad del 4 de agosto es una injusticia.