“Cuando me creáis más muerto retemblaré en vuestras manos. Aquí os dejo mi alma-libro, hombre-mundo verdadero. Cuando vibres todo entero, soy yo, lector, que en ti vibro”. Tal es el mensaje que, desde el fondo de los siglos, Unamuno dirige a sus lectores.
Y es que, en efecto, el escritor renace en cada uno de sus lectores. Vive en ellos, los habita –¡maravilloso inquilino!– y se confunde con la sustancia de mil espíritus colonizados, ocupados por su palabra.
La única posteridad posible para el escritor es la caja de resonancia del alma de sus lectores: ella acogerá, amplificará y transmitirá su voz. El escritor está condenado a existir en los demás, y su única perennidad, su única resurrección, está en la palabra. No su leyenda, no su fábula –su Geschichte, dirían los alemanes–, sino su palabra.
Ello es, a menos de que el artista se haya esculpido a sí mismo, de que haya trazado y coloreado esmeradamente una imagen de su persona, y se la haya ofrecido al mundo como texto: es el caso de Bacon, Byron, Poe, Musset, Sand, Wilde, Baudelaire, Ravel, Cocteau, Valle-Inclán, Frida Kahlo y Yolanda Oreamuno. El artista que se propone a sí mismo como obra de arte.
No otra cosa es el fenómeno del dandismo, que concebido de esta manera demanda el más serio de los estudios.
Pero si Yolanda nos ofrece la totalidad de su ser –leyenda incluida– para la lectura, es importante comprender que es únicamente en su obra donde la encontraremos. Es ahí donde ella hubiera querido que la buscásemos. Ella apostó a la palabra, y ganó.
Deuda. De Yolanda se habla mucho, pero no se la lee lo suficiente. Michel Foucault la habría llamado una “generadora de discursividad”.
Conviene, siquiera, saber cuál es la latitud en que acudiremos a la cita que ella amorosamente nos propone.
Y esa latitud –de nuevo– es la palabra, no la urdimbre de cotilleos y decires, más o menos apócrifos, que se adhirieron parasitariamente a su persona. La mitología conspira contra la escritora, se interpone entre ella y sus lectores.
Costa Rica le debe aún a Yolanda muchas cosas: un benemeritazgo, una cátedra y un concurso literario que lleven su nombre, una biografía (es un error descomunal asumir que La fugitiva, de Sergio Ramírez, cumplió esta misión), una más copiosa incorporación de sus escritos a los libros de texto en todos los niveles de nuestro sistema educativo ( La lagartija de la panza blanca es un magnífico cuento infantil; Valle alto podría figurar en cualquier antología de la literatura erótica; y Apología del limón dulce y el paisaje sugiere de manera implícita un ars poética, una estética que no dejaría indiferente a ningún filósofo) y de manera perentoria, una edición crítica de sus obras completas.
Para este último débito, necesitaremos que nuestras universidades manden un escuadrón de avezados estudiantes a hurgar en el Diario de Costa Rica, en las revistas guatemaltecas y mexicanas donde Yolanda podría haber publicado (y no: no me creo el cuento de que durante los últimos cuatro años de su vida haya depuesto la pluma).
Esta labor de buscador de tesoros ya ha sido llevada a cabo por distinguidos exégetas de su obra, pero no hemos llegado siquiera cerca del sueño de una edición de sus obras completas: siguen apareciendo fragmentos por aquí, por allá, varias novelas que flotan en el limbo de la obra perdida, una foto extraviada, un párrafo de prosa poética, una carta que, por razones personales, tal o cual familia prefiere no compartir…
Urge entender que Yolanda abordaba la carta con un criterio estético, tratándola con toda la dignidad de un género literario. De hecho, algunas de sus más bellas páginas forman parte de su legado epistolar. Pero vuelvo a mi punto: el mejor homenaje que se le puede rendir a un escritor es leerlo. Así de simple, así de complejo. Todo cuanto hagamos por ella debe propender a esta meta.
Ópera para ella. Este año Yolanda va a recibir un regalo que ni en el más delirante de sus cuentos fantásticos hubiera podido imaginar: el compositor Carlos Castro y la directora y actriz Roxana Ávila presentarán una ópera basada en La ruta de su evasión.
La música es soberbia y el libreto –elaborado por ambos artistas– no podría ser más fiel a la novela. Se trata de una más de las muchas cocreaciones que estas dos eminentes voces han ofrecido al país, pero tengo mis razones para sospechar que, en este caso, la constelación de talentos Yolanda-Carlos-Roxana va a generar algo inimaginablemente bello.
Por cierto que la producción demanda más recursos de los que hasta el momento le han sido asignados… Ahí dejo mi mensaje de SOS: tengo la certeza de que sobrarán instituciones e individuos que colaborarán para que el proyecto sea un éxito.
La ópera ha generado inmenso entusiasmo en todos los que la hemos escuchado, y hay muchísima gente que se muere de ganas de participar. Es imperativo que el país no deje languidecer esta bellísima gestión.
Yolanda renace cada vez que alguien la lee. Desde el día de su muerte no ha dejado de renacer. Está condenada al eterno reverdecimiento, a la primavera perpetua.
Repetiré aquí lo que dije con ocasión de la redecoración de su tumba, en el Cementerio General, en julio del 2011: Yolanda produjo dos obras maestras. Una es La ruta de su evasión, la otra su hijo Sergio, hombre bueno, probo, generoso, él también marcado por la noble impronta de su progenitora.
Sergio fue “escrito”, y en su belleza humana podemos sentir la amorosa mano de su “autora”.
Démosle a Yolanda la vida, la única, la verdadera, esa que depende de nuestro gesto: tomar su palabra y recorrerla con mirada casta y espíritu virgen de todo prejuicio.
Si nosotros le damos vida, ella nos la devolverá a raudales: una vida más lúcida, más plena y mágica.
La ruta de su evasión tenía un destino desde siempre determinado: llegar a nosotros, tocar a nuestra puerta, interpelarnos directamente. Ella lanzó su mensaje a la mar del tiempo: nosotros somos el buque que habrá de recogerlo y atesorarlo.
Dejémosla entrar a nuestras almas y arrellanarse en su sofá favorito: que ahí nos lea sus historias y nos acune con su prosa musical, musical una y mil veces, musical.
Que su dulce arrullo nos entre en el alma como la pleamar. No es más que una niña inquieta y genial que quiere jugar con nosotros: ¿Cómo habríamos de negarle nuestro jardín?
El autor es pianista y escritor.