A propósito de la conmemoración de la Batalla de Rivas, ocurrida en 1856, me viene a la memoria el cuadro que ocupa un lugar preeminente en el Museo Histórico Cultural Juan Santamaría, La quema del mesón (1896), del artista Enrique Echandi.
Es considerada una de las más valiosas obras de arte que posee el Museo, pero en su época fue vilipendiada y descalificada. Por ejemplo, en 1897, el periodista y fundador de un periódico llamado La República, Juan Vicente Quirós, en el artículo “La quema del mesón”, escribió que el cuadro era “merecedora de las llamas, reprochable desde el punto de vista artístico… Una caricatura que se burla sacrílegamente del héroe y pone en triste ridículo al país entero”.
Pero lo que más llama la atención es la razón de esos comentarios inquisitoriales: el cuadro exhibía al héroe con una figura campesina, mulata y pobre, que contrastaba con la imagen que la clase política de entonces pretendía que existiera de un soldado blanco europeizado.
Cómo entristece que a Juan Santamaría lo utilizaran para justificar el proyecto político-ideológico de entonces, cosa que es fácilmente identificable, pues hasta la década de los ochenta del siglo XIX empezó a reconocerse al soldado como héroe, y su estatua, que está en Alajuela, no fue inaugurada hasta 1891, más de 30 años después.
No está mal ensalzar la figura del soldado Juan Santamaría ni la conmemoración de la gesta de la Batalla de Rivas, que fue ciertamente un acto heroico de muchos. Tampoco está mal que exista una figura que se convirtió en símbolo nacional que ayude en la formación de una identidad nacional.
Lo que es incorrecto es que esa figura sea usada menospreciando su verdadera naturaleza, por una ficticia. Este país necesita menos idearios políticos y más héroes reales, que somos quienes todos los días salimos a construir una mejor Costa Rica.
Los Juan Santamaría modernos son aquellos que eligen un trabajo humilde y honesto en vez del dinero fácil que ofrece el narcotráfico, quienes no se doblegan ante la corrupción de las cochinillas, los diamantes, los cementos chinos, las trochas, los ICE-Alcatel y demás “creatividades” criollas.
Los Juan Santamaría modernos son personas que botan la basura en los lugares provistas para ello y no en los ríos, los que reciclan, los que recogen los desechos de sus perros, los que en las fiestas ponen el volumen de la música en un nivel aceptable, los que al volante practican la paciencia y la cortesía (en lugar de la pitadera y las señas vulgares), los que se organizan contra la delincuencia en sus barrios, los que defienden causas justas sin esperar nada a cambio, los que educan a los hijos para que sean gente de bien.
Son los funcionarios y empleados de las empresas privadas probos, los que honran sus deudas y compromisos y se conducen con integridad, los que pagan los impuestos —para que a todos nos vaya bien—, los que administran los impuestos con lógica humana y responsabilidad —para que a todos nos vaya bien—, los que saben que se deben a la ciudadanía y no son favores lo que hacen cuando un usuario lo requiere para algún trámite.
Necesitamos más personas como Juan Santamaría, valientes soldados para luchar contra los flagelos del siglo XXI, aunque de antemano habrá que ofrecer disculpas por la descalificación de la que serán objeto de alguna enceguecida clase política tradicional. Espero que la historia los reivindique y coloque en un lugar de preeminencia en un día no tan lejano, como por bien le sucedió al cuadro de don Enrique.
El autor es diplomático y profesor universitario.