Se ha dicho: “¡La democracia se cura con más democracia!”. Análogamente, para componer el lenguaje llamado “inclusivo”, bien cabe postular el lema: ¡Tanto más apropiada es toda expresión lingüística cuanto más “femi-inclusivamente” quede señalado ahí, del modo más expreso posible, que ella comprende también a las correspondientes personas del sexo femenino!
Ignoro si entre el sunami de literatura sobre cuestiones llamadas “de género” habrá sido formulado así dicho lema, pero él es no poco congruente con la actitud mental básica en que se asienta tal orientación.
Retomo el ejemplo mencionado en dos contribuciones recientemente publicadas en esta página: “El perro y la perra son el mejor amigo y la mejor amiga del hombre y de la mujer”. Más aún esta formulación está lejos de ser bastante “inclusiva”, si se está a la idea básica de que todo hay que decirlo expresamente para no sucumbir ante el lenguaje “patriarcal”.
Si se acata de veras el mandato de entender en forma ciento por ciento literal las formulaciones en cuestión, como presupone necesario hacerlo la pulcritud “inclusivista”, he aquí que:
a) Con decir “el hombre”, no es patente si están comprendidos los bebés, los niños, los adolescentes y los ancianos, sino únicamente los adultos de la segunda edad.
b) Con decir “la mujer”, no es patente que estén comprendidas las bebés, las niñas, etc.
c) Por lo demás, al decir “el” perro y “la” perra, acaso podría tratarse de un perro y una perra en una casa determinada, no todos los perros y las perras habidos y por haber. Pero consintiendo que por “perro” y “perra” se entienda a esa especie en su totalidad, entonces el enunciado sería falso, pues hay perros y perras que agreden a personas.Entonces, necesariamente, correspondería aclarar, para no caer en tal generalización absoluta: “La gran mayoría de los perros y la gran mayoría de las perras...”.
Propuesta. La expresión original patriarcal, “el perro es el mejor amigo del hombre”, quedaría bastante bien corregida, me parece, si la reemplazamos por una formulación debidamente “inclusiva” (para la colectividad humana y también para la especie canina) como la siguiente. En efecto, tal vez satisface esos justos reclamos decirlo así:
“La gran mayoría de los perros y la gran mayoría de las perras son los mejores amigos y las mejores amigas tanto de muchos bebés como de muchas bebés, tanto de muchos niños como de muchas niñas, tanto de muchos adolescentes como de muchas adolescentes, tanto de muchos adultos de la segunda edad como de muchas adultas de la segunda edad, tanto de muchos ancianos como de muchas ancianas”.
He ahí, pues, otro sensacional descubrimiento más entre esos tan abundantes que, como aquel de que existen las niñas, durante siglos habían venido siendo escondidos mediante el lenguaje homosexista.
A decir verdad, ni siquiera con tales cuidados se logra del todo la “inclusividad”, pues aparecen mencionados antes los “os” que las “as”. Cuando se nombra primero a una persona que a otra, o a una autoridad antes de otra (p. ej., el presidente antes que el ministro), suele hacerse por entender que la primera tiene alguna suerte de mayor jerarquía o importancia que la segunda. Pues sí, mi formación machista me ha llevado a incurrir en ese desliz “sexista”.
¿Cómo remediarlo? Tal vez una solución sería ir alternando sucesivamente “os” y “as”. Pero, aun así, ya sea uno de aquellos o una de aquellas estará como primero o primera de la oración inicial, ostentando así un privilegio sobre el “género” nombrado en segundo lugar. Es de crucial importancia no dejarle “portillos”, tampoco ese, a la “inequidad de género”. Tarea pendiente.
Dicho todo lo que he venido señalando, no faltará quien me objete, y con razón (a mi juicio), que el cúmulo de minucias lingüísticas como las indicadas por mí vienen de sobra, aunque más no fuere por aquello de: “A buen entendedor...”. Sin embargo, semejantes “buenos entendedores” no existen, o, en todo caso, serían muy minoritarios, al parecer, de acuerdo con las presuposiciones “inclusivistas”.
Si tomamos tales presuposiciones en serio, cabría concluir que, por ejemplo, los llamados “derechos del hombre” no se consideraban aplicables a mujeres; en las legislaciones donde no está escrito “feminicidio”, sino únicamente “homicidio”, significa que las mujeres pueden ser matadas impunemente; cuando se dice que los padres deben cuidar a sus hijos, la gente entendería que tal deber no incumbe a las madres, ni hay por qué cuidar de las hijas.
Aclaración implícita. A juzgar por la idea de que hace falta transformar el idioma castellano en “inclusivo”, al parecer no funcionaría por lo general lo que se llama la aclaración implícita que normalmente es proporcionada por el contexto de cada enunciado. ¿Será que tales contextos, comprensibles para todo lo demás, en cambio dejan automáticamente de funcionar en las mentes de las personas cuando se trata de saber si un enunciado se aplique tanto a seres del sexo masculino como del femenino o ahí es solamente a uno de ambos?
Si realmente ha entrado a reinar semejante miopía lingüística colectiva, si de veras ahora ya nadie entiende lo que antes cualquiera comprendía al escuchar “los niños” o “el ciudadano” (por ejemplo), solo entonces resultaría indispensable, para no ser mal entendido, especificar siempre “los y las” o, mejor aún, “las y los”, y por supuesto con todo el aparato de “as” y “os” concomitantes.
No existe evidencia empírica alguna de semejante condición de indispensabilidad. El gusto por tales especificaciones se revela como un tipo más dentro de la conocida categoría general “magia verbal”, los hechizos lingüísticos que para nada afectan a las realidades sociales mismas (“la equidad nunca la van a lograr destruyendo el idioma” (María Pérez, en esta sección, 30/5/16).
Nuevo sonido. En fin, así como solo recientemente se pasó a llamarle “inteligencia”emocional a ciertos tipos de apercepción mental que difieren esencialmente de cómo funcionan los modos de la inteligencia científica, seguramente es hora de identificar ya mediante algún nombre especial a eso que tal vez podría llamarse la específica inteligencia-linguo-inclusivista.
Esta última consiste, por lo visto, en una sensibilidad especial que permite detectar las “patriarcales” inequidades promovidas por el lenguaje y los remedios para curarlas (así, no perder ocasión para multiplicar al máximo la presencia del tándem salvífero: “os”/”as”).
De ello emanan genialidades como las que ha sabido acuñar una de las mentes contemporáneas más perfectamente dotadas en tal sentido. Nos ilumina Nicolás Maduro: “Hoy tenemos millones y 'millonas' de...”; como así también, “veinticinco millones (y millonas, ¿no es cierto?) de libros y libras”.
Eso sí, un remedio mucho más globalmente “inclusivo” se encuentra ya en ciernes. Puede llegar a constituir algo así, mutatis mutandis, como la Solución Final para erradicar el linguo-patriarcalismo. Consistiría en pasar a hacer “inclusivas” todas las palabras que contienen “o”, esto es: eliminar de una vez esa letra (machista), poner en su lugar “@”.
No faltan los adelantados que ya proceden así con unas cuantas palabras. ¡Preclaros ejemplos! (Y si bien por ahora nadie ha aclarado cómo se ha de pronunciar esta flamante letra del abecedario “inclusivo”, ya vendrá quien, desplegando dicha “inteligencia” especial, sepa vincularle algún “equitativo” fonema propio... ¡con tal de que no se parezca a “o”!).
Cuestión de esperar, pues, la debida multiplicación de esos “panes y peces” propios, ya nada milagrosos, con que seguramente sabrán bendecir no menos la belleza que la comprensión del idioma castellano, más y más, unas y otras liturgias linguo-inclusivistas.
El autor es catedrático de la Universidad de Costa Rica, profesor del doctorado en Derecho.