Para una gran cantidad de personas el funcionamiento de la economía y el lenguaje de los expertos para explicarlo resultan esotéricos y mágicos. Sucede en los diversos ámbitos de ese campo y más todavía en torno a los fenómenos de la Bolsa de valores y del campo financiero. Lo hemos visto con ocasión de la crisis actual. La ciudadanía sabe que algo muy grave está pasando y que eso nos va a afectar a todos. Pero entender en qué consiste el problema, cómo se originó, cómo se desarrolla y por qué tiene que impactar nuestro bolsillo, es harina de otro costal.
Resulta fácil hipnotizarse alrededor de la pantalla de televisión que, a su vez, reproduce las de la Bolsa de Nueva York, y contemplar el cambio continuo de los números de los índices. Sin embargo, no es igualmente fácil entender lo que representa cada uno de estos —por ejemplo, el Dow Jones o el Nasdaq que parecen jugar entre los principales protagonistas—, ni por qué ese ominoso signo negativo que día tras día los ha venido acompañando en las últimas semanas. Hasta los mismos comentaristas de informativos de la TV –algunos de los cuales narran el subibaja de Wall Street con el mismo tono con que narrarían una carrera de autos–, muestran su desconcierto cuando a una baja “histórica” sucede otro día una subida no menos espectacular.
Lo esotérico. Ahí está lo esotérico: se habla de hechos trascendentales que hacen noticia de primera página, pero como que los titulares no llegan a transparentar aspectos ocultos que permiten entender esos fenómenos. Y ahí se conecta con lo mágico, sobre todo cuando los analistas intervienen para explicar lo que está pasando. Es común escuchar de la “volatilidad” de las operaciones bursátiles, de la “incertidumbre” del mercado, de las “expectativas” optimistas o pesimistas, del “comportamiento de los índices”, o de los “activos tóxicos”, un poco como si se tratara de fuerzas impersonales que operaran de manera independiente de voluntades humanas.
Lo mágico de las explicaciones consiste en hacer desaparecer las personas y las relaciones sociales que están detrás de esas “fuerzas del mercado” y de todos los mecanismos con cuyo funcionamiento se conviene en explicar la crisis. Se habla de grandes pérdidas o ganancias, pero no de quiénes pierden o ganan, ni de los responsables de que suceda una u otra cosa, ni de las restricciones que estos tenían para decidir. Se sigue hablando de la economía casi como se habla de la naturaleza, y de las leyes de la oferta y la demanda como antes se hablaba de la ley natural. La crisis financiera –o la alimentaria, o la energética, o la ambiental–, aparecen entonces casi al nivel de los huracanes del Caribe, o de los grandes terremotos: como si fueran parte inevitable de la furia del planeta. Y claro, antes las catástrofes, no queda más que los Gobiernos financien las consecuencias, con los impuestos de todos.
Fallos éticos. Recientemente algunas contribuciones, en particular de especialistas en ética, han empezado a personalizar el problema y a recalcar el papel de inversores, especuladores, banqueros y empresarios que jugaron, se dice ahora, de manera irresponsable. Se señala que la honradez, la transparencia, la prudencia, entre otras virtudes, estuvieron por completo ausentes en operadores y altos ejecutivos. Reaparece el recordatorio de que no solo Juan Pablo II sino, más relevante en el gremio de los economistas, el propio Adam Smith no concebía el funcionamiento correcto del mercado sino era dentro de un marco de valores éticos. Todo eso es cierto y necesita ser recalcado. Mas no es suficiente.
Los fallos éticos asociados a estas crisis no pueden ser atribuibles en exclusiva a fallos del comportamiento personal de algunos actores relevantes. En economía las decisiones se toman no simplemente bajo el impulso de las actitudes virtuosas de los agentes económicos, sino por la consideración que éstos hacen del posible éxito o fracaso, de las expectativas de pérdida y ganancia, de riesgo o seguridad. Y esto es normal y legítimo. Pero el logro de todos esos referentes no depende de la voluntad de los agentes económicos individuales, sino de su acierto para funcionar dentro del marco de condicionamientos técnicos e institucionales en que tienen lugar.
Dicho más en sencillo, las prácticas y determinaciones de las instituciones financieras nacionales e internacionales, las políticas económicas establecidas por los Gobiernos, los tratados comerciales suscritos, la articulación aceptada de las relaciones globales, las leyes complementarias de los acuerdos económicos son, en definitiva, los principales factores que definen lo que es “ganador” y lo que es “perdedor” en la práctica económica. Por eso mismo son corresponsables de los buenos o malos resultados del comportamiento de los agentes económicos. La responsabilidad ética se ubica no solo en relación con decisiones individuales para comprar, vender, invertir o ahorrar, sino también asociada con las que condujeron a crear determinadas herramientas financieras, estrategias de crecimiento, desregulaciones y otras formas de “marcar la cancha” del juego económico.
Se acabó. Por esa interrelación entre los comportamientos individuales y los marcos que caracterizan y definen la economía existente, es que se comprende que destacados analistas o políticos claves no estén poniendo como blanco de sus críticas solo a altos ejecutivos, inversionistas o especuladores, sino a una forma de hacer economía: la que ha predominado internacionalmente desde hace al menos tres décadas. De ahí que digan, por ejemplo, que “la economía del laissez-faire se acabó. Ese todopoderoso mercado que siempre tiene razón, se acabó” (Sarkozy). O que “el modelo de fundamentalismo de mercado no funciona. La crisis que ha sacudido Wall Street es para ese modelo el equivalente a lo que fue la caída del muro de Berlín para el comunismo” (Stiglitz). Y para el Financial Times , “este es el final de la era del capitalismo norteamericano del ‘dejar hacer’”. En otra versión, “la era del ‘dejémoslo a los mercados’ está claramente terminada. La cuestión durante la próxima elección presidencial es si EE. UU. elegirá líderes que apoyen un nuevo tipo de capitalismo norteamericano –un sucesor largamente esperado del dogma quebrado del Reagan – Thatcherismo” (Rohtkopf).
Coinciden aquí una forma de ver la economía y una manera de analizarla éticamente. Todos queremos llevar la ética a la economía, sobre todo después de ver los catastróficos efectos que esta crisis financiera tendrá, por sus interconexiones globales, en pérdidas de empleo, encarecimiento de bienes indispensables y la supervivencia de millones de pobres en todo el mundo.
Pero llevar justicia, equidad y libertad efectiva a la economía no se logrará solo atacando la codicia de quienes juegan con las vidas de los demás. Es preciso redefinir democráticamente las instituciones financieras, políticas económicas y leyes concomitantes para que sirvan a los intereses de todos los afectados potenciales, en especial de los hasta ahora menos favorecidos.