El mediocre empoderado es, a hoy, el espécimen más representativo de la biodiversidad social costarricense. Busca el poder justamente en la medida en que carece de talento. Y lo consigue. Lo consigue porque Costa Rica lo permite.
Precisamente por cuanto carece de talento, el mediocre genera una notable capacidad para venderse a sí mismo. Es un virtuoso de las relaciones públicas, la adulación, el argollismo, la autopromoción. Opera de manera gansteril: se hace acreedor a algún galardoncito, luego corre a concederle al miembro del jurado que se lo regaló una presea para corresponder la gentileza. Cuestión de honor entre rufianes. Vos me rascaste ayer la espalda, yo te la rasco hoy a vos. Y así funciona –o disfunciona– el país.
Lo normal en las grandes naciones es que la sociedad establezca “cedazos”, que permitan cribar el grano de la espiga. En universidades, ministerios, periódicos, orquestas, en toda suerte de instituciones, se crean “filtros” de excelencia académica e intelectual que eliminan al mediocre de manera inexorable.
Sociedad sin filtros. No son sociedades “forreables”. Nadie se gradúa de la Escuela Normal Superior de París a menos que sea Sartre, De Beauvoir, Giraudoux o Weill. Punto. No hay vuelta de página. El sistema lo eliminará, si no demuestra excelencia. Las universidades estadounidenses son implacables máquinas cribadoras: no les meterán un gol así no más.
¿Costa Rica? Los títulos, en esta chanfaina de país, se compran en cualquier pulpería, y eso lo sabe todo el mundo. Gente que saca doctorados en dos años, maestrías en seis meses, convalidan un cursito por aquí, otro por allá, y el día menos pensado devienen, como por ensalmo, eminencias académicas.
Costa Rica no tiene esos “filtros” que permiten la decantación de la excelencia y la eliminación de la mediocridad. No digo que a los mediocres haya que fusilarlos: hay un lugar para ellos en la sociedad, pero mala cosa es que los descubramos un día haciendo las veces de presidentes de la República, ministros, diputados o directores de una cátedra o una sección periodística. Algo anda muy, muy mal, en un país donde este fenómeno es tan frecuente.
Se hace demasiada trampa en Costa Rica. Se cuelan más forros de la cuenta. Sociedad de “vivazos”. El talento ha pasado a ser un valor de importancia secundaria. Infinitamente más útiles serán las “patas”, “contactos” y “argollas”.
Ignorante orgulloso. La transgresión, el juego sucio, es la esencia misma del tico. Buscará siempre el atajo, la elisión de las pruebas iniciáticas, la exención de los ritos de pasaje. El sistema no está ahí para ser observado, sino para ser “driblado”. ¿Cursos, pruebas, exámenes, tesis, defensas, currículums, concursos librados en buena lid? Todo eso existe con el único propósito de ser gambeteado. En Costa Rica, el que menos dribla es Messi.
Ese mediocre propenderá a escalar, buscará copar el poder, expandirse, esponjarse, endiosarse. Es arribista, taquilálico, verborreico, locuaz y “sabe por dónde meterse”. Carece de clase, de distinción, de lo que Ortega y Gasset llamaba “altura cordial” (del latín cor: corazón), de aristocracia espiritual.
Es un cafre, un pachuco y, de manera principalísima, un ignorante abisal. Él lo sabe, pero no es cosa que lo desvele. No tiene interés alguno en conferirle un poquito de textura a su alma chata y zafia. Sueña, únicamente, con un modelo de éxito percibido en términos de poder o de figuración mediática.
De nuevo, es alarmante ver con cuánta facilidad nuestro país permite la eclosión y apoteosis de este tipo de “ignorante orgulloso de serlo”.
Ley entrópica. En Estados Unidos, en Francia, en Alemania, nadie tendrá éxito “por accidente”. Aquí, el éxito puede –y suele ser– perfectamente adventicio, aleatorio, cuestión de una chiripa más o menos bien aprovechada.
Recuerdo haberle mencionado esto a Beto Cañas alguna vez. “A ese tipo de individuos los tenían antes barriendo aceras: hoy son directores de una revista periodística” –rugió el viejo, que nunca se caracterizó por el uso de la litotes, la atenuación del sentido de las palabras–.
El mediocre se rodea de mediocres, como la gente sobresaliente se rodea de excelencia. Es una ley entrópica, axiomática, una verdad cartesiana: 2+2 = 4.
El mediocre necesita una atmósfera que no le resulte amenazante, llena de gente que hable su mismo sublenguaje, su exiguo código verbal: las quinientas palabritas que al día de hoy constituyen el acervo léxico del tico promedio.
Los delfines y chimpancés utilizan un código sígnico más rico, más complejo que el del costarricense. Nos hemos hundido a un nivel subcetáceo, y subsimiesco: ¿Contentos, por fin, con lo que han logrado, amigos?
Detrás de un teclado. El mediocre quiere basura rentable, es un mercader, no un formador, un periodista, un divulgador, un propagador de la cultura. Igual vendería jocotes, si tal cosa le resultara redituable. Y ojalá lo hiciera, porque vender jocotes es una actividad perfectamente digna, y con ello no le haría daño al país, pero desgraciadamente está detrás de un escritorio, tecleando y dando forma a la infusión de bazofia que va a infligirle a sus lectores la semana siguiente.
El problema no es que haya mediocres. Ser mediocre no es pecado. ¿Estamos acaso todos obligados a ser Da Vinci? El problema es que un país –sus instituciones, su prensa, sus legisladores, sus ministerios– le confieran al mediocre tal cantidad de poder.
Que le den un espacio, una tarima, un altoparlante y poderes omnímodos para que… pues para que le regale al país su egregia, monumental, esplendorosa mediocridad, su contaminante palabra y su tóxico “pensamiento” (¿cabe siquiera hablar de tal cosa?).
No se lobotomiza a un hombre sin anestesiarlo. Otro tanto sucede con los pueblos: antes de sojuzgarlos e imbecilizarlos conviene dormirlos. A esta nobilísima y humanitaria causa se han abocado los responsables de la prensa, la media, la televisión, el espectáculo de masas.
Son los anestesistas que sumen en la inconsciencia al paciente para que el cirujano proceda a trepanarlos sin que puedan oponer resistencia alguna, más aún, bendiciendo las manos que los descerebran. Es así como mueren las democracias. A balazos de imbecilidad. A cañonazos de vulgaridad. A bazucazos de mediocridad.
Inanición intelectual. Es con absoluta convicción que lo afirmo: mil veces menos nocivo sería el consumo masivo de cocaína o de alcohol. Matará a la víctima más rápido. La muerte por mediocridad –aunada ahora a la arrogancia del poder– es, en cambio, lenta, atroz, cruenta, puede tomar décadas, y extermina a pueblos enteros.
La inanición intelectual es, como agonía, infinitamente más dolorosa que la física. Con el agravante de que es más insidiosa, subrepticia y menos fácil de detectar.
Costa Rica avanza vertiginosamente hacia un estado terminal. Cumplo con mi deber ciudadano de decirlo, y asumo, como lo he hecho siempre, la reacción alérgica que estoy consciente de suscitar con tal denuncia. ¿Quieren entender plenamente a lo que me refiero? Lean El enemigo del pueblo, de Ibsen. Ahí está todo cuanto he intentado plantear, y el rol que me he asignado a mí mismo, en medio de este infecto panorama. De veras, amigos: léanlo y después hablamos.
El autor es pianista y escritor.