En un artículo publicado en Áncora (12/3/2017), la señora Gabriela Arguedas Ramírez expresa: “No existe tal cosa como una moral universal. Al contrario, los preceptos histórica y socialmente construidos acerca de lo que es moral o no, varían de una cultura a otra y cambian con el tiempo”. Sin embargo, la realidad es otra, como veremos. Sus opiniones aparecieron en un comentario que dedicó al excelente libro Detrás del trono: Un viaje filosófico por el pecado, el delito y la culpa, por el que se le concedió el Premio Nacional Aquileo J. Echeverría en Ensayo a la filósofa Ana Lucía Fonseca Ramírez.
La opinión de doña Gabriela puede refutarse brevemente con una pregunta y una respuesta: “¿Existe algún grupo humano que apruebe la mentira dentro de él?”. “No; el rechazo es universal”.
Mandatos comunes. El rechazo de la mentira ocurre en todos los lugares, todas las clases sociales y todas las épocas: no es relativo, no varía. Aunque se mienta mucho, las mentiras son repudiadas por la gente, y nadie gusta de un mentiroso. Entonces, sí hay una característica moral universal; y basta que haya una para que la tesis moral relativista quede refutada.
No obstante, además de rechazar la mentira, todos los grupos prohíben dañar, matar y robar, y premian la ayuda y la obediencia. Estos mandatos son universales. ¿Hay excepciones? Sí, pero de menor importancia. Por ejemplo, se admiten las “mentiras piadosas”, orientadas a evitar sufrimientos. También se tolera mentir por salvar generosamente un bien mayor: mentiremos a un criminal si busca a un inocente para matarlo y si nos pregunta dónde vive este (sabiéndolo nosotros). En una guerra se admite mentir a un enemigo.
El daño físico y la muerte se aplican a los miembros de ciertos grupos que han violado normas comunes, no a cualquiera. La idea del robo existe siempre, aunque depende del concepto de la propiedad, que sí varía. En todo caso, es importante retener esta idea: las normas morales rigen siempre dentro de cada grupo, aunque no siempre fuera.
Recordemos a la familia Corleone: roba y mata a extraños, pero sigue una moral estricta hacia dentro: dentro de las mafias no se debe mentir, robar ni matar (excepto a los traidores, ya excluidos del grupo), y se debe ayudar y obedecer. Hacia dentro, la familia Corleone y un equipo de fútbol infantil siguen las mismas reglas morales; hacia fuera, no.
El biólogo William Hamilton demostró los motivos genéticos por los que cuidamos más a nuestros parientes inmediatos (hijos y hermanos); por ello, nuestros cuidados decrecen conforme el parentesco y la amistad se alejen y se esfumen hasta anularse ante personas desconocidas y lejanas. A esto alude la teoría de los círculos decrecientes de solidaridad.
Muchos experimentos revelan que nacemos con instintos prosociales y que los desarrollamos según sea nuestro ambiente. Por ejemplos, unos niños de un año de edad entregaron objetos que se les habían caído (fingidamente) a otras personas, y otros niños rechazaron a un muñeco que había impedido que otro abriese una caja. Los distintos cerebros y las educaciones diferentes harán que las personas sean más o menos solidarias, pero la base moral ya está dada.
Instinto materno. Hay normas morales universales pues el ser humano es gregario por naturaleza, como otros mamíferos. Donde hay grupos estables, hay normas de convivencia: cortesía, leyes, moral, etc. Empero, ¿por qué vivimos en grupos? Somos gregarios –por tanto, tenemos una moral común– porque nacemos antes de tiempo. El ser humano nace tan indefenso que alguien debe cuidarlo. Con otras especies ocurre algo distinto; así, los peces y los reptiles cuidan sus huevos y alimentan a sus larvas, pero no les enseñan habilidades (no las crían). Con los insectos sucede lo mismo, incluso con los llamados “eusociales” (muy sociales), como las abejas y hormigas.
Casos distintos son las aves y los mamíferos. Unas y otros nacen “antes de tiempo”, de los huevos o de los cuerpos de sus madres. Su larga indefensión obliga a que por lo menos un individuo cuide a los recién nacidos; casi siempre lo hace la madre, pero también pueden sumarse el padre y los miembros del respectivo grupo.
En los mamíferos, la madre y su cría forman el primer grupo natural. La cría se apega a la madre, y la madre alimenta y protege a la cría. Ambas conductas son instintivas; ya están formadas en los circuitos cerebrales y se activan mediante la secreción de hormonas, como la oxitocina y la vasopresina en la madre. (Léase El cerebro moral, de Patricia Churchland.)
Las normas morales son la traducción humana, verbal, de hábitos que ya exhiben los otros primates. Si los bonobos pudiesen hablar, formularían nuestras mismas reglas morales básicas pues ellos también viven en grupos integrados por familias.
La moral universal existe para garantizar la confianza que debe haber entre los miembros de los grupos. Sin confianza mutua, no existirían las sociedades. Por esto, todos los grupos prohíben el robo y la agresión entre sus miembros. No es esta una cuestión de “altos principios morales”, sino de sobrevivencia pues el Homo sapiens no puede vivir solo, a riesgo de morir.
La pirámide moral. El hecho de ser una sola especie explica por qué todos los grupos humanos comparten las mismas reglas morales básicas. Por ejemplo, con variantes menores, los diez mandamientos de Moisés son universales del cuarto al décimo. Sin embargo, ¿por qué hay diferentes códigos morales culturales si hay una sola especie humana? Aquí debemos imaginar una pirámide de tres pisos. El piso inferior contiene los instintos individuales y los sociales: 1) instintos de preservación (alimento, defensa, etc.) y de la propia reproducción; 2) instintos de lealtad para con los grupos, por lo que debemos ayudar y obedecer, pero no mentir, robar ni dañar.
Los instintos sociales son las bases de los valores, y estos forman el segundo piso de la pirámide: veracidad, bondad, generosidad, justicia, reciprocidad, honradez, laboriosidad, humildad, gratitud, solidaridad con los desvalidos (niños, ancianos, enfermos, etc.), etc. Por accidentes históricos imprevisibles, unos valores importan más en un grupo que en otro; así, una sociedad guerrera tiene un cuadro de valores distinto del que posee una sociedad pacífica. Lo mismo rige para las personas: unas valoran mucho la justicia; otras, menos.
En el tercer piso de la pirámide están las consecuencias que causan el cumplimiento o la violación de aquellos valores morales. Veamos dos ejemplos. Alguien se porta generosamente y salva a un niño de la muerte: en la sociedad A se le otorga una medalla, pero en la B se le ofrece una fiesta. Alguien viola los valores de la honradez y la reciprocidad, y roba: en la sociedad A se lo envía a una cárcel, pero en la C se lo ahorca. Los castigos varían, pero hay castigos.
Fuera de esos tres “pisos” existen muchas costumbres, que no son morales ni inmorales, ni buenas ni malas, como el largo del cabello o las formas del matrimonio (monógamo, poliándrico, “gay”, etc.).
En resumen, sí, hay una gran variedad de conductas y castigos morales, pero todas se basan en instintos universales: nos los dio la evolución de las especies, no la cultura ni los dioses, siempre imaginarios.
El relativismo cultural tiene límites naturales.
El autor es ensayista.