El término “posverdad” es cínico. Lo es porque implica hacer un eufemismo del término “mentira”. Ocultar el concepto mentira bajo un eufemismo, cuyo fin es justificar la propaganda política sustentada en hechos falsos, sin duda resulta cínico.
La aceptación del término posverdad solo fue posible en esta época en donde la verdad es un concepto bajo constante ataque. En el pasado, por el contrario, la justipreciación de la verdad hacía de la mentira algo absolutamente censurable en la cultura. Mas hoy la verdad es un concepto devaluado por el relativismo posmoderno.
Como constitucionalista, me embarga la preocupación de que esto sea particularmente grave para Occidente, pues la historia ha demostrado, hasta la saciedad, que si los sistemas constitucionales no se sustentan en consensos morales básicos, las constituciones nacionales y el sistema de valores que ellas sustentan pasan a ser letra muerta.
Y sin una clara aceptación de lo que la verdad es, no es posible el más mínimo consenso moral en una sociedad. De no revertirse esa compulsión, amenaza convertirse en el mayor mal del siglo XXI.
El problema es que en Occidente se está levantando una nueva intolerancia que condena cualquier amago de defensa de las certezas morales.
Cuando el reverendo M. Luther King, ante las escalinatas del Monumento a Lincoln, declaró que soñaba con el día en que los seres humanos serían juzgados “no por el color de su piel, sino por la condición de su carácter” ofreció una pista sobre uno de los grandes problemas de la sociedad contemporánea.
La sociedad de bienestar actual engendra –en consuno con el particular menosprecio al concepto de la verdad– un similar desprecio hacia el valor del carácter como fundamento de la personalidad humana. Una era en la que impera la indiferencia de las masas ante el peligroso embate de la falsedad. ¿Y cómo forjar el carácter sin una idea clara de la verdad?
Falta de compromiso. Aclaremos de qué se trata este fenómeno. Se resume en el hecho de que para las actuales sociedades de consumo, el sentido absoluto de la existencia es el “confort”. En castellano léase hedonismo: la vida centrada en la consecución del placer.
Giles Lipovetsky sostiene que es la contracultura en la que el valor dominante de la vida es el estímulo placentero de los sentidos.
El producto residual de este fenómeno contracultural es una exaltación del “descompromiso” en todas las áreas de la vida. Paternidad sin compromiso, pacto matrimonial sin compromiso, sexualidad sin compromiso, vocación sin compromiso.
Ahora bien, para expandir la zona de confort absoluto a la que aspiran las sociedades de consumo, una incómoda barrera que enfrentan sus apologetas y cultores son las fronteras éticas sustentadas en el concepto de lo que la verdad es.
Por eso, a la actual sociedad posmoderna conviene más una suerte de moral relativa, cuya aceptación dependa, exclusivamente, de cálculos costo-beneficio inmediato para quienes decidan asumirla.
De ahí lo conveniente que es relativizar toda verdad e imponerle a la sociedad nuevos dogmas como el de la verdad relativa, o su primo hermano, el nuevo concepto de la “posverdad”.
El inconveniente para este afán es que, por más que el actual sistema ideológico se proponga relativizar y minimizar la importancia de la verdad, al final, las terribles consecuencias de evadirla se imponen.
Aún más, es tan implacable el poder de la verdad que relega toda otra alternativa aparente y falaz que sea irreconciliable con ella. De ese tipo de paradoja, uno de los ejemplos más dramáticos lo protagonizó Winston Churchill con ocasión de los hechos antecedentes a la Segunda Guerra Mundial.
En la década de 1930, Churchill perturbó la solaz tranquilidad que disfrutaba Inglaterra. De forma incómoda, a viva voz alertaba que detrás de las pacifistas proclamas alemanas se escondían pérfidas intenciones.
En aquel momento, aquello era un designio difícil de detectar, por lo que la aparente impertinencia de su denuncia lo estigmatizó ante la sociedad europea de entonces. Quienes relativizaron el escenario que Alemania preparaba, calificaron como intolerantes las incómodas advertencias de sir Winston. De hecho, fue marginado del protagonismo político hasta que la verdad salió a la luz de forma evidente. Para entonces fue demasiado tarde.
Realidad oculta. ¿Cuál es la moraleja que aquel trauma inglés nos ofrece? Una enseñanza cardinal: no por desconocer la verdad estamos relevados de las consecuencias que conlleva negarla.
Lo más confortable para el pueblo inglés es que las advertencias de sir Winston hubiesen sido impertinentes y las intenciones de Hitler ciertamente pacíficas. Pero no por el hecho de que el pueblo inglés rechazara la realidad oculta detrás de la advertencia se vio relevado de sufrir las terribles consecuencias que le ocasionó el haber desatendido aquella incómoda verdad en el momento oportuno.
Así sucede en todo ámbito de la realidad, incluido el de las verdades morales, tan devaluadas hoy por cierto en nuestro hemisferio occidental.
Pues así como Churchill advirtió al pueblo inglés los peligros de permanecer indiferentes ante la colorida y aparentemente inofensiva cuestión nazi, Occidente debe ser advertido sobre las sombras que atrae consigo la contracultura del relativismo hedonista. Una contracultura de culto a lo corporal, que nos lleva a un nuevo paganismo que censura la defensa de cualquier certeza.
Lo grave de esta posmoderna abolición de las certezas es que tal y como el polo terrestre es un referente para una navegación segura y dirigida, igualmente las certezas –particularmente las morales– son referentes fundamentales del hombre en su existencia.
De hecho, el resultado más siniestro de la relatividad de la verdad moral sucedió en la Europa del siglo XX. Al finalizar la II Guerra Mundial, cuando se descubrieron los horrores de los campos de exterminio, el argumento generalizado que invocaron en su defensa los oficiales nazis para justificar su monstruosa conducta consistió en apelar al relativismo y el convencionalismo: “¡Solo cumplíamos con la ley de entonces!, ¡¿por qué debíamos saber que lo que hacíamos estaba mal?!”.
No niego que vivimos épocas en las que los fanatismos de todo tipo le han hecho mucho daño al mundo; sin embargo, no por ello debemos renunciar a la búsqueda y defensa de la verdad. Es un propósito fundamental de la existencia humana.
El autor es abogado constitucionalista.