Mientras las miradas se concentran en el recuento de los daños de la administración norteamericana, al otro lado del Atlántico un venerable paciente se estremece con los anunciados estragos de un litigioso divorcio.
¿Cómo se llegó a este punto? El Parlamento Europeo está demasiado entretenido para tomarse en serio la necesidad de una respuesta. Se preocupa, en cambio, en diseñar directrices para las negociaciones del brexit. Su premisa es que, al haber renunciado el Reino Unido a los aspectos políticos, judiciales, administrativos y migratorios de la Unión Europea, la disidente Albión no se puede quedar en condiciones comerciales parecidas.
Verdes, democristianos, socialdemócratas y liberales son unánimes en un castigo ejemplar a la rebeldía. Sin esa disuasión, pocos aceptarían los compromisos que la UE impone para tener libre acceso a su mercado.
El paquete alambicado que conforma la UE es una camisa de fuerza artificial para el comercio comunitario. Es dañino, en el caso del euro; inoperante, en su Parlamento; excesivo en sus directrices; inflado, en una burocracia de consejos, comisiones y parlamentos. Ese diseño malogrado está más allá de parches y necesita reinventarse.
Es tener poca autoestima poner el pánico ajeno como el mejor sostén de su unidad. El brexit podría haber servido como oportunidad para repensarse, pero es utilizado como ejemplo disuasorio.
Estragos del tiempo. A sus 60 años, la UE muestra los estragos del tiempo y pareciera que las voces de la flexibilidad necesitan la terrible lección de los abismos, para cobrar fuerza. Los fáciles entusiasmos de sus hermosos ensueños terminaron ahogados en prematuras borracheras burocráticas. La letra asfixió su espíritu. Sus históricos ideales de cohesión comunitaria están encallados en asimetrías acentuadas por la moneda diseñada para unirla, pero que hoy la fragmenta.
Uffe Ellemann, excanciller danés, dijo: “Ser o no ser, ahí está el problema, pero ser y no ser, es la solución”. Es decir, ser en unas cosas y abstenerse en otras. Eso hizo Dinamarca y la crisis del euro no la tocó. Ese es el sentido razonable de una arquitectura variable, más allá del fundamentalismo actual de todo o nada.
Varias velocidades de integración permitirían atender las asimetrías existentes entre los remanentes 27 socios, 19 agrupados en una moneda común. El brexit pudo haber sido su primera aplicación concreta y el Reino Unido, su primer socio variable, en una nueva hegemonía de pensamiento, que aún no llega.
Sería un cambio de paradigma más prudente y paulatino, menos burocrático y rígido, sensible a las diferencias, verdadero asidero político sostenible para el admirable sentido de pertenencia de una cultura común.
Burocracia. El sueño se llenó de una burocracia que lo asfixia y de una rigidez que lo sofoca. La letra regulatoria vinculante hace caso omiso de las asimetrías económicas y políticas. La población se siente europea, pero ajena a sus organismos. No en vano, en las elecciones del Parlamento Europeo participa hasta un 40% menos de votantes que en elecciones nacionales.
Eso, para no hablar de claros fracasos, como la Política Agrícola Común, bajo cuya égida se llenan mares de leche y se erigen montañas de mantequilla. Miles de millones de euros despilfarrados sobre la campiña europea no han ralentizado el éxodo rural. De 1,5 millones de granjas que había en Alemania, en 1960, quedan menos de 300.000. En el resto de Europa es peor.
La moneda común es convenientemente débil para el poderío teutón y tristemente fuerte para la endeudada Grecia. Sin el euro débil serían un 15% más caras las exportaciones de Alemania, de por sí más productiva y competitiva.
El euro débil responde, en parte, por un superávit comercial equivalente al 9% de su PIB. Ese superávit aporta un excedente de $75.000 millones, apenas con Estados Unidos, dándole sustancia al reclamo que hace Trump de manipulación monetaria.
El euro fuerte estrangula a la ya menos productiva y competitiva Grecia, haciendo sus exportaciones un 5,5% más caras y su interminable deuda un 30% más onerosa (Die Welt, Banco de América).
No son dos euros. Es el mismo, aplicado a troche y moche, en injusto trato igualitario. Mientras Grecia se endeuda cada año más, Alemania tiene una deuda cada vez menor. Son burros y tigres en la misma jaula. Se alimentan unos, mientras se devoran otros y se espera, no sé cómo, que todos se sientan felices.
Hubo exceso burocrático, en la construcción y precipitación, en la extensión irreflexiva de ese sueño para hermanar otrora enemigos. Grecia, cuna de la civilización occidental que Europa reclama como suya, es hoy obituario de su lápida. No se puede simplemente echar pa’lante, a fuerza de ucases desde Bruselas. Pero tampoco es tan sencillo flexibilizar su germánico liderazgo. ¿Se va acaso a autoeliminar su intrascendente Parlamento? ¿Va a ceder Alemania las ventajas del valor promediado del euro?
Mayor reflexión pasada. Hubo un tiempo, en el mercado común, cuando se sopesaba con cuidado la adherencia de cada nuevo miembro y se viajaba ligero de pesados institucionalismos inoperantes. Inglaterra esperó años. Cuando cayó la cortina de hierro, todo se aceleró. Llegó el Tratado de Maastricht con condiciones funcionales que hoy ni siquiera Alemania cumple. Italia debía su milagro a la flexibilidad que le daba su soberanía monetaria sobre la lira. Aunque no calificaba, tampoco quería quedarse atrás y se atragantó de euros. Grecia, igual. Ahora ambas respiran apenas, a costas de un sufrimiento humano que no aparece en libros contables.
¿Cómo recuperar ese legítimo sueño sumido hoy en senil pesadilla, agravada por el populismo, socios autoritarios, presión migratoria y, para colmo, Erdogan por un lado y Trump, por el otro? Solo reinventándose, ojalá no como el ave fénix, a partir de sus cenizas.
Si se derrota al populismo, el riesgo es no cambiar nada. Si triunfa, ya no habrá nada que cambiar. Es esa la encrucijada de esta quimera en su otoño.
La autora es catedrática de la UNED.