Hace poco más de un año, y en medio de una gran curiosidad ciudadana, el presidente Solís se plantó ante un abarrotado Melico Salazar y presentó un informe de los primeros 100 días de su gobierno.
Algunos esperaban, dadas las expectativas creadas semanas antes, que de ese acto inédito partirían los agentes judiciales a encarcelar a jerarcas de gobiernos anteriores o, por lo menos, en el peor de los casos, que se iniciaran los procesos judiciales que confirmarían lo que tanto se había sostenido en campaña electoral: Costa Rica había sido, hasta ese momento, gobernada por una camarilla corrupta que finalmente iba a pagar el precio de su deshonestidad.
Preso de su propia retórica electoral, el presidente dedicó los primeros tres meses de gestión, no a definir cuál era el rumbo de su gobierno (lo que de paso no ha hecho todavía) o a adoptar las medidas de emergencia necesarias para enfrentar aquella crisis apocalíptica de la que tanto nos hablaron en campaña, sino a investigar maliciosamente lo actuado por los gobiernos anteriores, y así llenar con acusaciones de supuestos actos indebidos un informe ayuno de acciones propias.
El resultado de ese desbocado esfuerzo al que el gobierno le dedicó todas sus energías fue un puñado de denuncias vacías, a las que se les montó un ampuloso escenario para tratar de investirlas de la gravedad que no tenían, y en lo que pareció más el informe de un ansioso y novato auditor que el de un presidente de la República consciente de las consecuencias de sus actos y de la urgencia de abordar los temas sustantivos de la Nación.
Los hechos posteriores confirmaron la sensación que dejó el acontecimiento: mucho ruido y pocas nueces.
Vacío gubernamental. Ninguna de las catorce denuncias presentadas derivó en acusaciones judiciales, pues, en palabras de la misma Fiscalía, “luego de varios meses de investigación (…) (se) confirmó que ni las investigaciones del Organismo de Investigación Judicial (OIJ) ni la información brindada por la Dirección de Inteligencia y Seguridad Nacional (DIS) arrojaron elementos de prueba que acreditaran la existencia de un delito penal cometido por algún funcionario público” (un paréntesis: ¿Qué hacía la DIS metida en una investigación judicial? ¿Quién le ordenó esas investigaciones? ¿Actuó la DIS como una policía política?).
En su afán por justificar los vacíos de su gobierno, el presidente Solís no ha dudado en utilizar rumores, medias verdades y abiertas mentiras para tratar de ensuciar la honra de las personas que sirvieron al país en diferentes gobiernos (el caso de Dagoberto Sibaja, exdirector del Registro Nacional, eximido ya por el Juzgado Penal de una acusación que el juez consideró basada “en sospechas infundadas”, es un lamentable y gráfico ejemplo de esto).
Probablemente, preocupado por no poder concretar el “cambio” prometido, el presidente sometió al país a un proceso traumático y lo puso en un estado de crispación innecesario, a sabiendas de que las denuncias sin fundamento abonan al descrédito de la política y a la deslegitimación de las instituciones.
Ahora, confrontado con su ligereza para jugar con la honra de las personas, la sobriedad de la justicia y la dignidad de su investidura, en lugar de disculparse, el presidente insiste en que actuó bien, en que sus denuncias fueron “un buen ejercicio ciudadano” y se da el lujo de decir que “no se hayan encontrado esas pruebas, no significa que aquello no se cometiera”. ¡Qué falta de seriedad!
Rehén del discurso. Todo este penoso incidente nos revela al presidente en su laberinto. Rehén de un discurso que cada día se confirma más como ambiguo e imposible de concretar, se genera a su alrededor un estado de permanente confusión, que contagia a su gabinete y llena al país de desconfianza y pesimismo.
Ante tales vacíos, el presidente intenta desviar la atención sobre las carencias de su gestión arrojando dudas sobre la honorabilidad de gente que él conoce, servidores públicos que pueden haber cometido errores, pero que él sabe son personas íntegras y honestas.
Y lo sabe porque ha trabajado con muchas de ellas, en la academia, en la política, en luchas sociales. Gente honesta como él. Gente que aspira a una Costa Rica mejor, como él.
Pero gratuitamente y exhibiendo una ausencia de nobleza y elegancia que aún hoy nos sorprende a quienes creíamos conocerlo, comenzó a golpear a ese grupo de personas desde el día que afirmó que su gabinete no sería uno de “pegabanderas”. ¡Qué triste debe ser traicionarse a sí mismo para ganar unos pocos aplausos!
El país no mejora porque se denigre sin pruebas a personas que trabajaron con ahínco por aquello en lo que creían. Como persona, y al acudir a este recurso, el presidente se retrata despojado de nobleza y ponderación. Ni el Luis Guillermo Solís que conocimos, ni el país, se merecen esto.
Roberto J. Gallardo N. fue ministro de Planificación.