Malos sistemas de información siempre ha habido y, probablemente, nunca desaparecerán. Son aquellos, obviamente, cuyo software falla, y entre más fallas presente, peor es.
Ahora bien, en el mundo, la gran mayoría del software presenta errores que no se producen solos. El programa no se gasta ni se rompe, simple y sencillamente, está mal escrito.
Pero la calidad de un sistema de información no es solo la presencia (o ausencia) de errores, también se relaciona con la función que ejecuta (o deja de ejecutar), con la facilidad con la que los usuarios pueden utilizarlo, con la (des) integración de los datos, con la velocidad de respuesta, con la capacidad de reponerse ante una interrupción, con la confidencialidad que permite a los usuarios, con la veracidad y precisión de los datos que procesa, y la lista sigue.
Entonces, si hay muchos ejes sobre los cuales es posible medir la calidad de los sistemas de información, ¿cómo podemos identificar los peores?
Saber cuáles son nace de la imposibilidad de reemplazarlos, o corregirlos todos de una sola vez. Por tanto, deberíamos poder identificar los peores para empezar por ahí.
Cuando los usuarios tienen la libertad de decidir si utilizan o no un sistema, el problema desaparece, los sistemas malos nadie los usa. Pero cuando deben usarse por obligación, por ejemplo, porque es la única manera de brindar un servicio o hacer una transacción, el ser humano ha demostrado que el cerebro se dobla de más maneras que un brazo, y el costo de hacerlo no es aparente.
Los seres humanos somos capaces de utilizar sistemas realmente nefastos, en los que hay que retorcer el cerebro para entender los que hacen (o no hacen), en los que hay que sacar datos de un sistema para introducirlos en otro, sistemas en los que el mismo dato es diferente de una pantalla a otra, sistemas cuyo comportamiento cambia sin razón ni sentido.
“Mantenimiento”. Para complicar un poquito más la situación, resulta que, con el paso del tiempo, la tecnología con la que fue construido el sistema queda obsoleta, y como el mundo insiste en seguir cambiando cada vez más rápido, aumenta la necesidad de adaptar lo antiguo a la nueva realidad (procesos, regulaciones, alcances, etc.).
A la constante adaptación de sistemas a un mundo cambiante se le llama “mantenimiento” de sistemas. Obviamente, cada vez que se le da mantenimiento al software surge una nueva oportunidad para introducirle errores.
No es de extrañar, entonces, que los sistemas más viejos tiendan a ser los peores, ni que el “mantenimiento” llegue a representar hasta un 90% del esfuerzo de un departamento de sistemas.
Esto hace casi obligatorio preguntarse cuál es la vida útil de un sistema de información. Si no se rompe y no se gasta, podría, teóricamente, existir para siempre. Esto no es cierto. Sería eterno solo si, primero, está libre de errores y, segundo, nadie lo toca nunca; es decir no se le da “mantenimiento” porque el mundo permanece invariable.
Reemplazo. Decir que un sistema sigue siendo útil hasta que el costo de mantenerlo sea mayor que el de reemplazarlo, también es falaz, porque ninguno de los dos costos son fácilmente calculables.
El costo de mantener un sistema no es solo medir los recursos dedicados a esa labor, hay que sumarle lo que cuesta introducirle nuevos errores al sistema, y ese valor no solo es financiero, también suele haber uno intangible, el cual puede ser muy alto.
El precio de reemplazar un sistema es mucho más que el de adquirirlo y ponerlo a andar, incluye el costo organizacional implícito en la disrupción que ocasiona cambiar la manera de hacer las cosas, aumentar controles, eliminar feudos, en fin, el costo de derrotar la resistencia al cambio.
Tomando todo eso en cuenta, debería decidirse, de un modo un tanto arbitrario, cuántos años será utilizado un sistema antes de ser sustituido.
En Singapur escogieron siete años. Como resultado, ellos no tienen que lidiar con los problemas llamados de “sistemas legados”. Sencillamente, esos líos no existen en Singapur.
Cuando un sistema cumple cinco años empieza, casi de forma automática, el proceso de reemplazo. Y como ellos –al contrario de nosotros– son obsesivos en no desarrollar sistemas internamente, han logrado tener una industria de software mucho más grande y competitiva que la nuestra, habiendo iniciado bastante después que nosotros.
En Costa Rica, especialmente en el sector público, hay muchos sistemas con más de 20 años de estar funcionando (mal). Conforme pasa el tiempo, la complejidad y el riesgo de reemplazarlos aumenta.
Para que un jerarca decida no reemplazar un sistema viejo y obsoleto, solo debe convencerse de que este resistirá suficiente para que él (o ella) pueda pensionarse, y le deja así el problema al que le sigue.
Como los jerarcas suelen ser de la época mía, el problema no solo no se resuelve, sino que empeora todo el tiempo.
Probablemente, todos estaríamos de acuerdo con que los mejores sistemas deberían ser los más importantes. Pero en casi todas las empresas e instituciones los primeros sistemas que se desarrollan o adquieren son los más importantes.
Con el tiempo, terminan siendo los peores. La repercusión de definir de antemano la vida útil de los sistemas de información es, por lo tanto, difícil de no sobrestimar.
El autor es ingeniero, presidente del Club de Tecnología y organizador del TEDx Pura Vida.