NAIROBI – La idea de que la abundancia de petróleo puede ser una maldición es vieja, y casi no hace falta explicarla. Cada tantas décadas, los precios de la energía se van por las nubes y lanzan una carrera en busca de nuevas fuentes de petróleo. En algún momento, la oferta supera la demanda y los precios vuelven a caer. Cuanto más dura y abrupta la caída, mayor el impacto en lo social y geopolítico.
El último gran derrumbe del petróleo se produjo en los ochenta, y cambió el mundo. En 1980 yo trabajaba en la industria petrolera tejana y vi el crudo de referencia estadounidense trepar a 45 dólares por barril, equivalente a 138 dólares de hoy. Pero en 1988, el petróleo se vendía a menos de 9 dólares el barril, tras perder la mitad de su valor solo en 1986.
El abaratamiento de la gasolina benefició a los automovilistas, pero para el resto, los efectos fueron catastróficos, y sobre todo para la Unión Soviética, cuya economía era altamente dependiente de las exportaciones de petróleo. La tasa de crecimiento del país cayó a un tercio de su nivel de los setenta. El debilitamiento de la Unión Soviética trajo consigo agitación social que culminó en 1989 con la caída del Muro de Berlín y el colapso del comunismo en toda Europa central y oriental. Dos años después, la Unión Soviética misma había dejado de existir.
Del mismo modo, la actual caída de los precios del petróleo beneficiará a unos pocos. Una vez más, los automovilistas estarán contentos; pero para muchos otros, el golpe será demoledor. El problema no son las inevitables turbulencias en los mercados financieros globales o el colapso de la producción de petróleo de esquisto en Estados Unidos y sus consecuencias para la independencia energética. El verdadero riesgo está en los países que dependen en gran medida del petróleo. Como en la vieja Unión Soviética, la posibilidad de desintegración social es inmensa.
África subsahariana será sin duda un epicentro del derrumbe del petróleo. Para Nigeria, la mayor economía de la región, puede ser devastador. La producción de petróleo está en baja, y se prevé un enorme aumento del desempleo. Los inversores ya están reconsiderando compromisos financieros por miles de millones de dólares.
El presidente Muhammadu Buhari, elegido en marzo del 2015, prometió acabar con la corrupción, poner coto a la élite parasitaria y ampliar la provisión de servicios públicos para los más pobres, una fracción enorme de la población del país. Eso ahora parece imposible.
Hace apenas un año, Angola (el segundo mayor productor de petróleo de África) era la niña mimada de los inversores internacionales. Los trabajadores extranjeros que poblaban las torres de oficinas y los barrios residenciales elegantes de Luanda se quejaban de vivir en la ciudad más cara del mundo. Hoy, la economía angoleña está en crisis. Las empresas de construcción no pueden pagarles a sus empleados. El gobierno no tiene dinero y está eliminando los subsidios de los que dependen muchos angoleños, lo que estimula el malestar popular y la sensación de que el auge petrolero solo enriqueció a las élites y perjudicó a todos los demás. Los jóvenes reclaman un cambio político después de un presidente que se mantiene en el poder desde 1979, y el gobierno se lanzó a reprimir el disenso.
Del otro lado del continente, Kenia y Uganda ven evaporarse sus esperanzas de convertirse en exportadores de petróleo. Mientras los precios se mantengan deprimidos, los nuevos yacimientos descubiertos seguirán sin explotarse. Pero igual habrá que devolver el dinero que se pidió prestado para invertir en infraestructuras, aunque los ingresos petroleros que se habían reservado para eso nunca se materialicen.
La financiación de programas sociales en ambos países ya está en dificultades. El ciudadano de a pie está furioso con una élite cleptocrática acostumbrada a apropiarse del dinero público. ¿Qué sucederá cuando en unos pocos años una fracción enorme y cada vez mayor del presupuesto nacional deba dedicarse a pagar la deuda externa, en vez de financiar la educación o la atención de la salud?
El panorama en el norte de África es igualmente aciago. Hace dos años, Egipto creyó que el descubrimiento de grandes yacimientos marinos de gas natural permitiría desactivar la peligrosa bomba de la juventud, la pólvora que hizo estallar la Primavera Árabe en el 2011. Eso se acabó. Y para colmo de males, Arabia Saudita, que lleva años transfiriendo dinero al gobierno egipcio, ahora enfrenta angustias económicas propias. La monarquía saudita está pensando lo que antes era impensable: cortarle la ayuda a Egipto.
Entretanto, la vecina Libia está lista para explotar. Media década de guerra civil dejó una población empobrecida y compitiendo por los menguantes ingresos petroleros del país. Hay escasez de alimentos y medicamentos, mientras los señores de la guerra se pelean por lo que queda de la riqueza nacional libia.
Además de necesitar de las exportaciones de petróleo, estos países también son muy dependientes de las importaciones. Conforme los ingresos se agoten y los tipos de cambio se derrumben, el costo de vida se irá por las nubes y se agravarán las tensiones sociales y políticas.
Europa ya tiene problemas para hacer lugar a los refugiados de Medio Oriente y Afganistán. Nigeria, Egipto, Angola y Kenia están entre los países más poblados de África.
¿Qué sucedería si se vinieran abajo? Y sus residentes, descontentos, marginados y empobrecidos, ¿comenzaran a migrar todos juntos hacia el norte?
Michael Meyer, exdirector de comunicaciones del secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, es decano de la Escuela de Posgrado en Medios y Comunicaciones de la Universidad Aga Khan en Nairobi. © Project Syndicate 1995–2016