Varios meses atrás, mi pareja (ahora mi esposa) y yo tomamos la decisión de compartir nuestras vidas. Con todo lo que esto representa, celebramos un acto simbólico, pero la gente que nos acompañó con su cariño y su presencia le dio sentido oficial a lo que sería nuestra primera boda íntima y maravillosa. Nos casamos el 14 de junio.
Tenemos miles de razones para haber hecho lo que hicimos. Hemos dado infinidad de entrevistas y he contado esta historia una y otra vez, pero a los medios no parece importarles este enfoque.
Una semana después de la celebración, Jaz (Jazmín Elizondo Arias) me despertó a las 3 a. m. con un dolor agudo, fiebre y angustia. Yo, francamente, no sabía qué hacer.
En ese momento y a esa hora, casi no teníamos medicamentos ni a quién consultar. Me estaba estrenando en el oficio de compartir cada parte de la vida con otra persona. Así que, acertadamente, recordé que tenía un seguro privado que cubría el servicio odontológico.
Llamé por teléfono, di mis datos y aclaré que el servicio no era para mí. Me preguntaron que cuál era mi relación con la persona afectada, y, tras unos instantes de duda, respondí: “Mi pareja”. La operadora nos contestó que el seguro solo protege a mi esposo, hijos y padres. Debido a la urgencia, no entramos en debates y, obviamente, accedí a que me cobraran el tratamiento.
Resultaba obvio que no teníamos en qué apoyarnos. Carecíamos de los papeles que respaldaran nuestra unión y tampoco contábamos con los cuatro años de convivencia necesarios para iniciar el proceso de unión de hecho. Aún no tenemos un seguro compartido, así que por esta y otras razones, entre ellas que podíamos, decidimos optar por un matrimonio civil.
La celebración se llevó a cabo en el mismo lugar que la primera vez, con las mismas personas, un notario y dos testigos, el 25 de julio siguiente.
No hubo impedimento legal, más allá de que tardara tres meses por ser yo persona extranjera con residencia, pero, aparte de esto, no tuvimos ningún problema, y quedamos casadas el día 27 de octubre de ese año.
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Ley injusta. Ahora bien, cuando la ley falla y nos discrimina, y en vez de protegernos nos perjudica, cuando por lo que se apela es un asunto de derechos humanos, entonces nos encontramos luchando por una causa que es más grande que nosotras.
Lo que está realmente mal es que sean este tipo de directrices las que dictan que nosotras seamos discriminadas por la manera en que decidimos amar.
La realidad es que somos dos personas que nos amamos y hemos decidido seguir nuestro camino juntas. Si el sistema está mal, hay que hacer algo más que pedir permiso.
Según el parecer de una mayoría, que siempre ha sido resguardada por la ley, lo que hicimos es amoral e incorrecto, pero somos dos personas que se quieren, que luchan, que decidieron compartir sus vidas, que tomaron este camino a sabiendas de las posibles consecuencias, pero que están dispuestas a asumirlas.
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Las mujeres tenemos el derecho a votar no porque esperamos pacientemente a que nos cedieran el permiso. Estoy convencida de que estoy en el lado correcto de la historia, que si personas como Rosa Parks o Nelson Mandela no hubieran transgredido las reglas de su tiempo, no hubieran luchado contra la segregación racial y sacudiendo un sistema que estaba a todas luces mal, la realidad sería muy distinta.
Evidentemente, es necesario que Costa Rica se ponga a la altura del paso del tiempo en materia de derechos humanos. Es inaudito que debamos esperar resignados que a alguien se le ocurra que han pasado suficientes injusticias, porque no estamos pidiendo más que lo que la gran mayoría disfruta: yo exijo, como ciudadana, se hagan valer mis derechos; demando el derecho a proteger a mi pareja, a cuidarla, a que me cuide. Exijo ser vista por la ley, darle cara a la comunidad LGTB, que ha sido observada a lo largo de la historia como una masa amorfa, llena de estereotipos, y mostrar que está llena de gente valiosa.
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Al fin y al cabo, lo que hicimos fue un acto de compromiso, entre dos personas que se aman, un acto que no puede afectar a nadie más que a nosotras. Hicimos valer los derechos de una comunidad completamente invisibilizada a los ojos de la ley, que tiene los mismos deberes como todo ciudadano, pero todavía no goza de los mismos derechos.
En suma, teníamos que transgredir un sistema obsoleto y absurdo para dejar en claro que los derechos humanos no son negociables.
La autora es empresaria.