BRISBANE – Cuando se piensa en el “problema demográfico” del planeta, se centra la atención en el rápido crecimiento de la población en ciertas partes del mundo en desarrollo, pero, a escala mundial, la tasa de crecimiento demográfico está realmente bajando, y se espera que se estabilice más adelante en este siglo. Aunque no podemos permitirnos el lujo de pasar por alto que, según los cálculos de las Naciones Unidas, a mediados de siglo habrá 2.400 millones más de bocas que alimentar a escala mundial, otro problema demográfico que merece atención sería las grandes bolsas de decadencia demográfica.
En los países desarrollados, no solo está aumentando el porcentaje de personas de edad avanzada, sino que, además, los nacimientos son demasiado pocos para mantener el tamaño de la población total. Aunque se deben celebrar los aumentos de esperanza de vida a que se debe ese cambio, se deben abordar sus consecuencias problemáticas: las de obligar a un número cada vez menor de personas en edad de trabajar a apoyar a un número cada vez mayor de jubilados.
Entre tanto, en los países en desarrollo, está ocurriendo lo contrario: la existencia de demasiados jóvenes que carecen de empleo o, al menos, de un empleo con jornada completa y de calidad. Desde luego, esos países no tardarán demasiado en empezar a afrontar también los problemas del envejecimiento y la disminución de las poblaciones, pero, de momento, tienen numerosos ciudadanos en edad de trabajar y necesitan puestos de trabajo.
En realidad, esas tendencias opuestas brindan una oportunidad ideal para un reequilibrio demográfico mundial. Relajando las restricciones de la migración, los países desarrollados podrían aumentar sus fuerzas laborales en disminución con jóvenes de los países en desarrollo. Los impuestos de esos trabajadores migrantes ayudarían a los países desarrollados a financiar los servicios prestados a las personas de edad avanzada y sus transferencias ayudarían a sus países de origen.
Ese planteamiento ofrece muchos posibles beneficios. De hecho, un modesto aumento del 3% en la fuerza laboral de los países desarrollados daría un mayor impulso económico que la supresión de todos los obstáculos al comercio. Además, cada dólar invertido en esa iniciativa produciría casi $50 de rendimiento, lo cual constituiría una utilización excepcionalmente eficaz de unos recursos limitados.
Esas impresionantes cifras se desprendieron de un análisis exhaustivo llevado a cabo por un equipo de economistas de primera, a los que mi grupo de estudios, el Centro del Consenso de Copenhague, encomendó la tarea de evaluar los posibles objetivos en materia de población a fin de determinar las mejores inversiones mundiales. (Otros equipos examinaron cuestiones relativas a otros 18 sectores).
Semejante análisis objetivo y con base empírica debería guiar las medidas actuales adoptadas por las Naciones Unidas, los Gobiernos nacionales, las ONG y otros copartícipes, y encaminadas a formular el próximo programa mundial, que se lanzará el año entrante. De hecho, es la única forma de velar por que las personas más pobres reciban el mejor trato y los Gobiernos, el mayor rendimiento por su dinero. Si bien el programa actual, centrado en los llamados “Objetivos de Desarrollo del Milenio”, ha obtenido éxitos importantes, ha impedido a los expertos optimizar plenamente sus limitados recursos, al no insistir en los análisis de la relación costo-beneficio.
Otra ventaja de esa clase de análisis es la de que puede poner de relieve los riesgos futuros relacionados con las tendencias a largo plazo, como el crecimiento de la población mundial. Es importante, pues un aumento de la población puede ser un problema aún mayor de lo que antes se pensaba. Según las conclusiones de un nuevo estudio, ahora hay un 70% de probabilidades de que la población no llegue a su punto máximo en este siglo, y un 80% de que alcance entre 9.600 millones y 12.300 millones de personas en el 2100. El África subsahariana, la región con la mayor pobreza persistente, será el motor principal del crecimiento demográfico.
Por fortuna, existe una forma rentable de desacelerar dicho motor: mejorar el acceso de las mujeres a los métodos anticonceptivos. Facilitar la anticoncepción a 215 millones de mujeres a escala mundial –un gran porcentaje de ellas correspondiente a África– que desearían evitar el embarazo costaría $3.600 millones al año.
Se trata de una miseria, si tenemos en cuenta su enorme compensación. Todos los años, habría unas 640.000 muertes menos de recién nacidos, 150.000 muertes menos de madres y 600.000 niños menos que perderían a sus madres, lo cual rendiría unos beneficios económicos de unos $145.000 millones.
Y hay otra buena noticia. El mejor acceso a la anticoncepción permitiría a las madres dedicar más tiempo a criar –y educar– a los hijos que ya tienen. Un menor número de niños significaría también que un porcentaje mayor de la población trabajaría, lo cual impulsaría la economía en unos $288.000 millones al año durante una generación. En total, cada dólar gastado en programas de planificación familiar rinde nada menos que $120 en beneficios.
Naturalmente, la simple distribución de medios anticonceptivos no sería suficiente. Las personas de los países pobres –sobre todo, en los países africanos caracterizados por una gran fecundidad, que representan solo el 18% de la población mundial, pero producen el 38% de sus recién nacidos– se beneficiarían también considerablemente de las iniciativas educativas centradas en la salud y la planificación familiar.
No existe un remedio milagroso para el desarrollo sostenible. Para mejorar la suerte de las personas más pobres del mundo lo más posible, hace falta sortear fuerzas poderosas, hábitos arraigados y –lo más importante– graves limitaciones financieras, temporales y de capital humano. Por esa razón, el análisis objetivo y basado en datos es la mejor guía.
Bjørn Lomborg, profesor adjunto en la Escuela de Administración de Empresas de Copenhague, fundó y dirige el Centro del Consenso de Copenhague. © Project Syndicate.