El cine costarricense está mostrando alguna cosas que necesitábamos ver en la pantalla grande. Hernán Jiménez con su película El regreso nos da la maravillosa oportunidad de creer en esta producción colectiva y de disfrutarla. Es un hecho por resaltar en mayúsculas, por agradecer. No fue nada fácil, pero la gente la apoyó y con su aporte, le hizo un lugar en la historia costarricense. ¿Por qué será?
De nada serviría subrayar aquí las enormes cualidades de este excelente actor, guionista y director. El protagonista principal de la película no es él, es la cultura costarricense y nuestra vida cotidiana.
Es sorprendente la manera que encuentra Antonio de hacer otra cosa de ese odio al que cada uno de nosotros, de alguna manera, estamos encadenados. No funciona fugarse y tratar de hacer que no existe. Él regresa a sus odios y temores para combatirlos.
El taxi que viene del aeropuerto, está marcado por la incertidumbre, el asombro, la bulla, el ruido, la incomprensión y la desidia de un San José que no quiere saber nada de ciertas cosas que realmente incomodan y molestan mucho.
Hablo del descuido, de la falta del gesto que rompa el silencio, de nuestra gran dificultad para ponernos de acuerdo en lo que el país necesita para salir de la triste situación en la que se encuentra.
Hablo de ya no querer más salir corriendo cuando estamos convocados por el amor, la enfermedad, la solidaridad y la amistad.
Un amigo me preguntó al salir del cine: ¿Al final, en la escena del taxi, Antonio se regresa o no se regresa?
Dos caras del regreso. La película pone en juego al menos dos claras dimensiones del regreso. Primero, la de volver al lugar del que se partió, mostrando la imposibilidad de ese regreso. No se puede regresar, las cosas han cambiado, todos los personajes lo dicen en voz alta. Antonio retorna pero no conoce a su sobrino, no le escribió a su hermana ni a su amigo, no puede hablar con su padre, y no se acuerda de su amiga de infancia. Sin embargo, acude al llamado.
Hay también esta otra dimensión del regreso, la de devolverle o restituirle algo a su dueño. En el taxi del regreso, el espectador se encuentra con alguien que no estaba al comienzo: Antonio llora conmocionado por lo que le acaba de pasar, siente por primera vez, de modo auténtico, a su gente. El deseo de vivir irrumpe de golpe en cada personaje y trastoca el mundo en que viven.
El filme dice cosas que todos sabemos y muchas veces preferimos callar por miedo a incomodar, o porque a veces se cree que es más fácil hacer la vista gorda a ciertas cosas. Ese es su gran mérito. Habla de la incomunicación, de los malentendidos, de las mentiras, de los silencios que duran años, de los gestos de amor que tardan en llegar mientras el odio se multiplica y esparce por todas partes.
Jiménez lo llama “un punto de inflexión en donde todas nuestras relaciones se ponen en perspectiva.” El reencuentro con uno mismo y con los otros que la vida nos pide, muchas veces a gritos.
Ojalá que está excepcional película nos haga retomar nuestros problemas, nuestras incomodidades cotidianas y podamos hacerles frente de otra manera, como nos enseña El regreso; quiero decir, juntos, colectivamente. Esta película, es necesario decirlo, nos muestra claramente el subdesarrollo en el que habitamos, pero, fundamentalmente, nos brinda la posibilidad de cambiarlo. ¿La tomamos?