La globalización, tal como se conoce hoy, es un fenómeno asociado con el desmantelamiento de barreras artificiales a los flujos de bienes, servicios, capitales, personas, y, en general, con la liberalización de mercados. La revolución de las tecnologías de la información y la comunicación potenció la integración de las economías.
El fenómeno tiene detractores y seguidores. Una de las críticas es que el intercambio comercial ha producido desbalances en la cuenta externa y aumentado el desempleo y la desigualdad, socavando la democracia. Se señala que la concentración del ingreso y riqueza en pocas manos es una consecuencia de la búsqueda de rentas, como los beneficios monopolistas de grandes empresas. Además, se menciona una reducción de la progresividad de los sistemas impositivos, factor que sin embargo no podría achacársele exclusivamente al proceso de globalización, excepto, quizás, en el caso de excesivas exoneraciones impositivas a empresas de zonas francas en países en desarrollo.
Los que abogan por la globalización, enfatizan el incremento en el comercio y, en general, del conocimiento. Sostienen que este fenómeno lleva consigo un aumento en el flujo de capitales, lo que beneficia a muchos países emergentes y economías en desarrollo –esto es cierto en el caso de Costa Rica, en que nuestra economía no genera ahorros suficientes para financiar la inversión que se requiere para mantener tasas sostenidas de crecimiento–. Una ventaja evidente es que, debido a la mayor competencia, los consumidores consiguen en el mercado una gran variedad de productos de diferentes calidades y a precios favorables.
Enfrentemos los retos. En sí misma la globalización no es buena o mala. Con sus virtudes y desventajas, es un tren que no se detiene. Si bien algunos países quieren bajarse de él y cerrar sus economías, otros desean subirse o continuar el viaje iniciado en la segunda mitad del siglo dieciocho y principios del diecinueve, cuando se recomendó la especialización del trabajo y destacaron las ventajas comparativas del comercio: producir y exportar más en lo que el país es más eficiente, para poder obtener los bienes y servicios en lo que no lo es tanto. Todavía esta fuerza constituye la base del comercio internacional.
Costa Rica no puede limitar el comercio adoptando políticas proteccionistas, pues su mercado es muy pequeño y su desarrollo depende de la inserción en los mercados internacionales. En efecto, en el 2013 el coeficiente de apertura comercial (importaciones más exportaciones) fue de alrededor de un 73% del PIB y el ahorro externo financió un 30% de las necesidades de inversión real.
En medio de la incertidumbre actual y del reordenamiento del comercio internacional, es sensato que el país perciba esta circunstancia como una oportunidad –cuando no una obligación– de diversificar las exportaciones e incursionar en nuevos mercados. La multiplicidad de productos y mercados equivale a que el país adquiera un seguro de vida para las generaciones futuras. El aumento del comercio incrementa los ingresos en la medida que desplaza los recursos de empleos menos productivos a más productivos –la ventaja comparativa–.
Siempre que la integración a esos mercados se haga bien y a ritmo gradual, de manera que se generen nuevos empleos conforme desaparecen los que no se adaptan al nuevo ordenamiento, se podrán lograr ganancias importantes en eficiencia. Ahora más que nunca es necesario preparar la fuerza laboral para enfrentar las exigentes demandas. Entre otros, se debe consolidar el trabajo dual, hacer más comprensiva la enseñanza de ciencias e idiomas en escuelas públicas y privadas, realzar la educación universitaria, agenciando el mayor número de carreras acreditadas; innovar en técnicas que incrementen la productividad y aumentar los gastos en investigación y desarrollo en procura de alcanzar los parámetros de la OCDE (2,3% del PIB).
Lo trascendental. Los mercados no funcionan perfectamente y pueden fallar causando daños a la sociedad. Los gobiernos deben prestar atención a las cuestiones de distribución y no asumir que los beneficios del comercio y crecimiento siempre llegan, por goteo, a los más necesitados. De ahí que deben adoptar políticas para asegurar que esos beneficios sean lo más equitativos posibles. El crecimiento es necesario pero no suficiente para reducir la pobreza y ello debe constituir una prioridad permanente en las estrategias de desarrollo.
El autor es economista.