Las políticas de protección de los productos agrícolas por la vía de los precios están diseñadas para mejorar la competitividad y la productividad del sector.
No obstante su carácter distorsionador del mercado y del peligro que conlleva de promover inapropiadas asignaciones de recursos, su empleo puede justificarse porque en las zonas rurales se concentran las más dolorosas brechas socioeconómicas.
Las intervenciones deben estar sujetas a la rendición de cuentas, ser temporales y focalizarse en la mejora, si no, se convierten en premios permanentes a la incompetencia, castigo al consumidor y subsidio a la baja competitividad.
Porque, seamos honestos, el camino hacia el infierno está adoquinado por buenas intenciones. Detrás de legítimas intervenciones para salvar determinado sector productivo, se puede camuflar, también, la defensa de los ingresos de unos pocos y el llano proteccionismo de la ineficiencia.
Uno de los ejemplos más notorios del abismo entre declaraciones y resultados es la política empleada en la fijación de los precios del arroz. A lo largo de decenas de años, ha sido el único producto agrícola de precio regulado por el Estado, sin la más mínima rendición de cuentas sobre su impacto en la competitividad y la productividad.
La producción arrocera nacional es la sétima más cara del mundo. No a pesar de la protección, sino como resultado, tal vez, de ella.
El consumo per cápita de arroz en Costa Rica es uno de los mayores del mundo. En contraste, el país está entre los de más baja producción por hectárea y de más alto costo por libra; se genera solamente el 60% de lo que se consume, el resto se importa de naciones más competitivas, lo cual desata todo tipo de pretextos para autorizar la manipulación política de los precios. Cuanto más se protege, más sigue igual.
Arroz más caro. Cuando se negoció el TLC, quedó asegurada la importación de un contingente de arroz sin arancel para que Conarroz se lo vendiera al consumidor a precios artificialmente regulados, con lo cual obtendría enormes ganancias. El mecanismo fue establecido para usar las ganancias en la promoción de una mayor productividad y defender la supervivencia del pequeño agricultor.
El lugar del arroz en la canasta básica representa el 5% de los ingresos del 20% de los hogares más pobres. El precio artificialmente protegido los perjudica directamente y el esquemita de importar a precios bajos y sin aranceles para luego vender a precios artificialmente altos nunca se justificó y estos son los resultados: seis compañías apenas se benefician de casi el del 70% de las ganancias de comprar barato en el exterior y venderlo caro localmente. Entre 1.019 productores, 54 cultivan un 53% del total del arroz nacional. Frente a esa protección distorsionadora que pagamos todos, especialmente los de menos recursos económicos, la productividad arrocera es la misma desde 1996 (4,1 t/ha). Una tragedia.
Ahora viene el sainete. La industria arrocera del Cono Sur hizo buen uso de los mecanismos proteccionistas temporales que sus países pusieron en práctica en beneficio del desarrollo eficiente de una mejor productividad.
Su creciente competitividad llegó en forma de arroz barato a Costa Rica. En Uruguay se produce el doble por hectárea que aquí (8,3 t/ha) y sus costos son menores. Por ello, el arroz argentino y uruguayo, aun pagando un arancel del 35%, que todavía subsiste, han logrado mantener un precio de mercado que toma ventaja adicional frente al protegido grano costarricense. En consecuencia, se aprobó una medida de salvaguardia que elevó al doble el impuesto de ingreso del arroz importado. El Gobierno alegó defender el empleo de los más pequeños. Veamos sus resultados.
Nada para el campesino. De acuerdo con la Organización Mundial del Comercio (OMC), cuando se aplica una medida de salvaguardia, el país queda obligado a ofrecer una compensación a los países perjudicados. Uruguay y Argentina, por ejemplo, solicitaron la retribución que el mecanismo permite. Costa Rica lo sabía y debió ceder. Después de mucho bombo, las cosas quedaron casi igual que como estaban.
Uruguay exportaba 11.000 toneladas de arroz pilado y pagaba el 35% de impuesto. Costa Rica ahora debe recibirle 11.000 toneladas como retribución; 7.000 llegarán en arroz pilado y pagarán el mismo arancel existente antes de la salvaguardia. Podrá, además, vendernos sin aranceles 3.000 toneladas en granza (con cáscara, que pelará el industrial, pero que no beneficia al campesino) y 1.100 toneladas de precocido, que sin aranceles no favorecen ni a productores ni a industriales. En resumen: Uruguay gana algo que no tenía antes. El agricultor tico, nada.
Con Argentina nos fue un poco mejor porque le compensamos un poco el arroz que le compramos, y obtiene un beneficio adicional: ahora nos puede vender vino sin aranceles. ¿Y el empleo del campesino costarricense? La pregunta del millón.
Con pompa fue anunciada la imposición de una salvaguardia para proteger la generación de empleo rural. ¿Cuál empleo se defendió? A la luz de los resultados, ¿cómo se justifica la parafernalia populista de tal salvaguardia?
Nos quedan debiendo información sobre qué se ha puesto en práctica para aumentar la productividad, en especial la del pequeño agricultor, o qué se hará en beneficio del consumidor nacional para fomentar la equidad. Se hizo mucho ruido en defensa del pobre, pero, al final, se quebraron realmente muy pocas nueces.
La autora es catedrádica de la Universidad Estatal a Distancia.